Por Luis Monteagudo
Pocas mentes han profundizado tanto sobre la miseria de la condición humana, como la gran filósofa alemana Hannah Arendt. Del estudio de los regímenes totalitarios (Los orígenes del totalitarismo), hasta la caracterización de un genocida nazi (El caso Eichmann o de la banalidad del mal), el estudio de la maldad florece. La pensadora, alumna de Heidegger, amiga de Jasper y de Walter Benjamin, vinculada a la Escuela de Frankfurt, no habló de la maldad humana solamente desde sus estudios sobre San Agustín, sino que los vivió en carne propia, cuando lidio con esa infame cacería que caracteriza a los sistemas autoritarios que no pretenden el cultivo de la crítica, porque de inmediato inician a considerarse los crímenes y la intolerancia sobre los que los personalismos de los líderes se construyen.
Nuestra querida pensadora, era una judía perteneciente a una generación brillante, nos conmueve su historia, tanto como el texto de Norbert Elías (El proceso de civilización) dedicado a sus padres asesinados en Auschwitz, ese mismo lugar al que Theodor Adorno alude como el fin de la poesía, y que evidencian los crímenes de gobernantes megalómanos capaces de conducir a sus sociedades al abismo, incluso con el apoyo de algunas élites intelectuales que de todos sus pecados, el peor, es justificar y alentar a violentadores de la dignidad humana, en pos de construir un mundo ideal que solamente radica en nuestras amadas teorías, o bien, callarse y mansamente asumir el desastre en la comodidad de la academia.
Arendt sabe el costo de la demagogia en carne propia, y como expresa en La Condición Humana, siguiendo a Aristóteles, todo se arruina cuando el espacio público, ese que corresponde al libre debate ciudadano, expresión de libertad y de respeto, es ocupado por el ego inmenso del tirano, para llevar su mensaje como credo al conjunto de acólitos arrodillados ante su palabra y siendo, por mucho, cómplices de sus crímenes a los que apoda “justicia” y “libertad”. El espacio público se defiende. Arendt no se dejó aplastar por la amenaza nazi, luchó desde la trinchera que la ha hecho justa entre los inmortales, como lo fue su cátedra de la Universidad de Chicago, y su obra periodística persiguiendo genocidas.
Aprendamos de los tiempos difíciles, animémonos de los ejemplos de los constructores de la conciencia contemporánea, que se preocuparon por edificar instituciones sometidas a fuertes sistemas constitucionales que limitaran el surgimiento de carismas alentadores de los demonios de las sociedades, lucradores de sus miserias y al tiempo que se posicionan, persiguen y amedrentan a las inteligencias de sus sociedades. Arendt comenta que el mantenimiento de la libertad civil no es fácil, sino que es un permanente estado de asedio ante los riesgos de la conquista de la demagogia.