Cuando yo tenía como 8 años, un viernes mi padre llegó del trabajo lleno de papeles. Los puso en lo que él llamaba su mesa de estudio, platicamos cenando y nos fuimos a dormir. El sábado por la mañana me encontré en el piso unos folletos que me llamaron la atención.
Eran trípticos de la Comisión Federal Electoral en el que se explicaban, con muñequitos, los tiempos y modos para instalar un casilla, conducir el proceso de votación, clausurarlo y realizar el conteo. Enseñaba también el papel de cada integrante de la mesa directiva a lo largo de la jornada electoral.
Me fascinó el proceso. Más tarde lo interrogué largamente. Era su trabajo, en el Registro Nacional de Electores de la Secretaría de Gobernación. Iniciamos entonces una larga conversación sobre las elecciones que no ha parado.
Es una mecánica democrática que me enganchó para siempre. Yo entonces no entendía la naturaleza autoritaria del régimen, pero me parecía relevante que capacitaran adecuadamente a las y los directivos de la casilla. Algo intuía sobre la importancia de que los votos se recibieran y contaran correctamente. Yo de grande quería Presidente de Casilla.
Después de estudiar la casilla pasé al cómputo distrital, luego al de entidad federativa y llegué hasta la Comisión Federal Electoral y los Colegios Electorales.
Con esa “experiencia”, en mis tiempos universitarios, pude contribuir a la creación de la representación estudiantil, pero también la normativa para elegirla y la manera de gobernarla y renovarla periódicamente.
Para mi tesis de licenciatura investigamos y escribí sobre la justicia electoral federal mexicana, que por esos años era de avanzada con la creación del entonces novedoso Tribunal de lo Contencioso Electoral. Era un mero tribunal administrativo sin mucha potencia, pero era un paso adelante de lo previo. Había que estudiarlo y explicarlo.
En mi examen de grado, mis sinodales preguntaron más sobre la naturaleza jurídica del matrimonio, amparo y derecho internacional que de derecho electoral, que en esos tiempos no era siquiera una materia optativa o especialidad formal y tardó años en ingresar a los planes de estudios.
De aquellos trípticos ha pasado mucho tiempo. Ya le entiendo un poco más al sistema electoral y lo explico mejor en mis publicaciones y a mis alumnos y alumnas, para quienes la materia no es extraña, pero ya es optativa, debiendo ser obligatoria.
En este trayecto generacional, mi hijo el mayor, con apenas 19 años, entiende y explica mejor que yo a su edad nuestro barroco sistema electoral; lo defiende en sus fortalezas, reprocha sus debilidades y publica sus opiniones en diversas plataformas y medios.
Pase lo que pase con las quintetas y las designaciones de estos días, y como las elecciones son el negocio histórico de la familia, yo seguiré haciendo mi parte, sereno, prudente y constante.
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