Una característica del ejercicio del poder soberano –como lo denominó M. Foucault en Vigilar y Castigar-, es la comprensión de la falta a ley, como un insulto directo al gobernante. Ofender la normatividad, es un daño que solamente se puede pagar de una manera ominosamente pública, antes los ojos impávidos de una comunidad que observa una serie de condenas complicadas para los sentidos, saciando morbosamente un crimen que solamente el tiempo y, tras la reflexión proporcionalizante de la pena, desarrollaría la Ilustración Cesare Beccaria (Los delitos y las penas).
La pública exposición no resultó jamás en el incremento de la respetabilidad hacia el gobierno, al mostrarse este como terrorífico, degeneró en una pérdida de legitimidad ante una sociedad harta de procesos oscuros, aterrorizada por el espectáculo sanguinolento, y en franca pugna con un sistema autoritario que todo lo arreglaba con lucimientos de fuerza inauditos. El logro del decaimiento de los absolutismos, se tradujo al mismo tiempo en la institucionalización de un sistema de justicia ya no fundado en el daño físico y público, sino en la racionalista expresión de un poder disciplinario encarnado en el poder de la burguesía ascendente y sus procedimientos burocráticos. El delito cobrado en silencio, en estado de aislamiento y bajo los rigores de una vigilancia total, producen un estado psicológico arrepentido, alejado del espectáculo, que cuando menos en Occidente no regresaría nunca, salvo en periodos vergonzosos anormales: sistemas totalitarios, dictaduras y sistemas demagógicos.
Podemos rememorar esas partes nefandas de los juicios sumarios de Moscú, en medio de la paranoia alucinógena de Joseph Stalin, siempre temeroso de complots en su contra, y con un resentimiento incurable por respetados miembros del viejo régimen zarista a los que jamás paró de calumniar, o de los muchos que apoyaron la revolución, porque en su fábula dictatorial, Stalin debía de ser el único líder. La propaganda soviética mostraba el rostro del tirano constructor del poderío militar e industrial soviético, llenando todo espacio en una sociedad que terminaría por deshacerse del que resultaría uno de los titanes de la historia. Los rencores, envidias y resentimientos del dictador, edulcorados por propaganda, no lograron al final evitar el decaimiento de un imperio fundado en el castigo como espectáculo, con claras reminiscencias del viejo poder soberano.
El ejecutivo mexicano, con justas aspiraciones a castigar la corrupción, debe de cuidar mucho el procedimiento y evitar el juicio sumario, que podría dañar una aspiración de justicia innegable. El riesgo sería reanimar a su manera el poder soberano. El juicio a los expresidentes no es en sí mismo el problema, sino una posible acusación violatoria al debido proceso y la mediatización que quite seriedad a un hecho, que de ser jurídicamente comprobable, marcaría un hito en la historia contemporánea de México.