Columnas
La cuarta ola de la democracia vio surgir en un importante número de países de Occidente, a regímenes políticos cuyo principal objetivo es concretar lo que han denominado: “la democratización de las sociedades”. En algunos casos, esto lo han logrando mediante la conformación de asambleas constituyentes con el poder de expedir una nueva Constitución y, en otros, alcanzando mayorías calificadas en los congresos nacionales, lo que les ha facultado para implementar reformas constitucionales de mucha profundidad con las cuales han cambiado, prácticamente, todo el tablero democrático sin necesidad de promulgar una nueva norma fundamental.
En esta reconfiguración político-constitucional, la revitalizada maximización del derecho de participación democrática constituye la expresión y clave fundamental para legitimar cualquier procedimiento de toma de decisiones. La premisa es, en principio, impecable desde la óptica democrática formal, en tanto legitimadora de de las decisiones públicas y, por ende, superior acualquier otro derecho o principio constitucional. Esta premisa se puede sintetizar de la siguiente manera: cualquier procedimiento de toma de descisiones será legítimo, al menos en parte, en la medida en que las personas afectadas por aquélla sean hechas partícipes de la determinación sobre una base igualitaria.
Aunado a este argumento, la justificación del valor preponderante del derecho a la participación democrática reside en que vivimos en una época de constantes cambios y evolución, lo cual hace que los valores y objetivos sociales no permanezcan estáticos, orillando a que los derechos y principios jurídicos se ajusten al molde del contrato social de cada tiempo. La narrativa se robustece desde la estructura de las actuales sociedades dúctiles o líquidas, en las cuales la metamorfosis de los valores es cambiante, por lo que para legitimar lo que se acepta o no pacíficamente como lamoralidad pública, resulta indispensable consultar al pueblo, pues es éste quien tiene que decidir cuáles valores ha de abrazar colectivamente y cuáles va descartar.
En el extremo de este argumento, se echa por tierra una importante máxima que desde la teoría de los derechos fundamentales acuñaron, entre otros, profesores como Ferrajoli -en su teoría del garantismo y la esfera de lo indecidible- y Zagrebelsky -al establecer que las sociedades actuales que conviven con un grado importante de relativismo, asignan a la Constitución las condiciones de posibilidad de una vida en común-, conforme a la cual, los derechos no se votan.
Asistimos a una exposición con la que se busca desvanecer la idea jurídica de que la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la esfera de lo susceptible de ser decidido por éstas. Democratizar los derechos, esto es, someterlos a aprobación popular como se trata de deslizar en estos tiempos, significa una derrota para la razonabilidad y legitimidad indispensables como justificación de las decisiones políticas que se toman en el Estado. Los derechos fundamentales son también el resultado de una autodefinición política, de un programa político concreto que establece a todos los poderes imperativos negativos y positivos como fuente para su legitimación.
Obiter dicta.
Los derechos fundamentales -que envuelven los temas más complejos de moralidad política- no han sido reconocidos para cosechar popularidad, sino para limitar la actuación de los poderes estatales; se trata de un mecanismo jurídico eficiente para mantener la dignidad, la libertad y el proyecto de vida de cada persona. Si la mayoría -normalmente influida por el poder político- puede decidir de manera arbitraria y cambiante los límites que permiten nuestra convivencia, podemos sostener que nos acercamos más a un constitucionalismo al borde del abismo.