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Lobo Antunes y Cardoso Pires vs. los turistas intelectuales

Lobo Antunes y Cardoso Pires vs. los turistas intelectuales

Columnas miércoles 13 de mayo de 2020 -

(Primera parte)

Por Ricardo Sevilla


José Cardoso Pires y António Lobo Antunes, además de la aventura literaria, compartieron la epopeya de la amistad. Juntos ⎼y animados por un júbilo inocente⎼ atravesaron entrevistas, cenas, encuentros literarios y premios. Caminaron cogidos del brazo (no es metáfora), sonrientes e inflexibles, en las ceremonias oficiales, zahiriendo a los políticos con sus críticas agudas y frontales, ante un puñado de animados lectores que nunca encontraron en este par de prosistas excelsos la seriedad amarga del genio.
Aunque la oficialía política en turno intentó agasajarlos, ninguno de los dos se dejó lisonjear. Cardoso decía: “el elogio de cualquier político hiede a vituperio”; y Lobo Antunes: “no acepto ninguna clase de honores porque no le otorgo a mi país el derecho de juzgarme”. Actualmente, aunque Cardoso ha muerto y Lobo Antunes se encuentra retirado y no concede entrevistas, vale la pena hacer un breve recorrido por la prolífica ⎼y entrañable⎼ amistad que existió entre estos gigantes de la literatura portuguesa.
Al final de sus días, según dijo él mismo un par de años antes de morir, José Cardoso Pires (1925─1998) se sentía cansado, los atractivos del mundo no lo seducían, tenía el carácter avinagrado y, “sin sentir ninguna clase de sinceridad o de placer”, se reía en los momentos más inesperados. Detestaba, sobre todo, el mundillo de la farándula y trataba de permanecer distanciado de los temas coyunturales: “llegada la edad de los achaques, no entendemos gran cosa sobre la política (sólo escupimos necedades) y tampoco nos resignamos a seguir los estúpidos divorcios de las princesas”.
A Zé Cardoso ⎼como lo llamaba cariñosamente Lobo Antunes⎼ lo agobiaba el peso de los días. Los fines de semana, en especial, lo dejaban abrumado: “un espacio de tantas horas huecas que nunca he sabido cómo llenar exactamente”. A veces, por hacer cualquier cosa, iba a un cine, a una playa, a un museo donde, invariablemente, terminaba “arrastrando por el pasillo su lentitud de elefante vencido”. Corría el año de 1995, y el brillante cronista de Lisboa ⎼que dejó un legado literario de poderosa imaginación y depurada técnica narrativa⎼ tenía setenta años y comenzó a desarrollar ciertas actitudes severas, perfeccionistas, dogmáticas y rumiadoras que chocaban con su antiguo carácter alegre y candoroso. Y él mismo lo reconoce: “me he vuelto estúpidamente virulento y obsesivo”. Y, en efecto, el escritor, cuando no estaba enojado, invertía un tiempo enorme en dejarlo todo en orden. Pasaba horas en su casa acomodando los vasos y los platos en la alacena y se entretenía, con una fascinación infantil, limpiando meticulosamente los adornos de cerámica y los muñequitos de porcelana con un trapo húmedo.
Incluso dijo estar empachado de literatura: “ya no me interesa, me aburre: siento que las palabras me abotargan”. Se negaba a leer y decía que ni siquiera le interesaba “hojear ninguno de los aburridísimos libros de la estantería”. Con la edad, el gran prosador ⎼como se describía él mismo⎼ comenzó a sentirse arrebatado por un invencible sentimentalismo que, a la menor oportunidad, le brotaba, intempestivo. De hecho, muchas veces lloraba sin ninguna causa específica. “Uno cree que haber enterrado lo sentimientos y entierra un cuerno”, nos confiesa en su extraordinario libro de crónicas De Profundis, Valsa Lenta.
Cardoso, conforme iba envejeciendo, fue perdiendo el interés en escribir. A sus amigos les asombraba que el autor ni siquiera tuviera humor de practicar aquella escritura lenta, mayéutica y obsesiva que antes solía practicar con tanta ofuscación. Por un lado, estaban los sentimientos que no podía refrenar y, por otra parte, padecía el deterioro físico que lo hacía caminar un poco torcido y con órbitas de cristal. Además de que sentía sus huesos debilitados y le pesaba caminar, sus viejas ilusiones también disminuyeron: “Ahora mismo no tengo reflexiones, ni sueños, ni problemas de conciencia: sólo permanece en mí el deseo de durar (o de fluctuar) en la superficie de los días”.
En su libro Balada de la playa de los perros ⎼una narración que el Times Literary Suplement calificó de tener una estructura novelística que alcanzaba infrecuentes niveles de significación⎼, el personaje tiene un enorme parecido físico con el autor: “era un individuo de flaca complexión física, acentuada palidez y denotando avanzado estado de miopía”. Una exacta descripción de Cardoso.
Al autor nacido en São João do Peso ⎼brumoso municipio de Vila de Rei, en el distrito de Castelo Branco⎼ no sólo le daba tedio leer, también le costaba trabajo escribir, y cuando lo hacía, una vena, como una pequeña serpiente palpitante, recorría su todo cuello. Estaba cansado y sus dedos eran raíces secas que crujían ante el liviano peso del lápiz. Pero aun así se obligaba a hacerlo. De hecho, un año antes de morir, en 1997, entregó a sus lectores Lisboa, libro de bordo, vozes, olhares, memorações, quizá el más desgarrador ⎼y estimulante⎼ de sus textos. En aquellas páginas, el anciano escritor nos cuenta que su infancia transcurrió alrededor de un imperio de gatos y borrachos escandalosos que él observaba, impávido, detrás de una ventana solitaria: “una ventana de la infancia que da a una iglesia que ya no está y a una plaza con dóciles palomas dando saltitos sobre borrachos adormilados”. ¿Ecos de Pessoa? Puede ser.
Como quiera, el escritor que defendió la transición democrática frente a las tempestades totalizadoras que asaltaron Portugal, se volvió un crítico más acre y poco tolerante. Detestaba a los “turistas culturales” que hacían “recorridos por los monumentos únicamente para quedar bien con su fofa conciencia intelectual”. Tampoco soportaba a los académicos tozudos que, con ánimos taxonómicos, paseaban negligentemente por los museos: “son engendros para los cuales este mundo tiene que estar siempre muy bien fichado y ordenado”.
Cardoso, quien en la novela José (1977) había lanzado un durísimo ataque contra la censura y el fascismo durante la dictadura salazarista y mantuvo un imbatible espíritu fustigador frente al poder ⎼incluyendo a los gobiernos de izquierda a los que llegó a sentirse más próximo⎼, siempre se caracterizó por ser un feroz crítico de la superficialidad. No obstante, y pese a que siempre se había descrito como “un gran amante de la vida”, en su vejez, el escritor se sintió arrebatado por un tedio generalizado que lo llevó a distanciarse de todo.
El único tema que parecía interesarle era su propia infancia. Cinco años antes de su muerte, se propuso recorrer los más recónditos y emblemáticos paisajes de su niñez. El resultado fue un puñado de crónicas y relatos donde creyó percibir “cierta melancolía bucólica, intemporal”: A Cavalo no Diabo. Durante su recorrido ⎼fazendo horas, como se dice en portugués cuando no se tiene nada que hacer⎼ realizó una buena cantidad de peregrinaciones lisboetas. Y en muchos de esos viajes, para su mayor regocijo, lo acompañó precisamente su entrañable amigo António Lobo Antunes, diecisiete años menor que él.



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