Israel González Delgado.
A lo largo de todo el día de ayer me apareció en mi muro de Facebook la fotografía de un señor trajeado, de brazos cruzados y en contrapicada, con sonrisa superavitaria y mirada de vendedor de tiempos compartidos; un triunfador”. Debajo de la frase inspiracional de cajón, destilada de cualquier sustancia, para que no vaya a haber problemas de interpretación, nos enteramos que quiere ser presidente de una cámara empresarial. No me quedó claro para qué necesita del apoyo de personas aleatorias en redes sociales, como su servidor, para lograr su propósito; se me ocurre que debería usar todo su tiempo en cabildear con quien estuviera desayunando el el club de industriales, o algo así. Pero lo importante es que aparece, eso sí muy claro, que fue el mismo individuo quien pagó por su publicidad. Dejando las bromas de lado, el clima de polarización, violencia y discurso de odio en las redes en todo el mundo y acerca de todos los temas (desde política hasta consolas de videojuegos) pudo construirse debido a que, entre otras cosas, faltaba transparencia sobre la compra de publicidad y sobre los límites a los contenidos que se podían promocionar en dichas redes.
Es famoso el caso de la primera campaña de mentiras de Donald Trump, en 2016, donde el epicentro de la ponzoña estaba en células de trolls que operaban desde Macedonia, y lograron viralizar todas las falsedades, injurias y calumnias en todos los distritos electorales de Estados Unidos. Pero como ese caso, en todo el mundo, gobiernos, grupos de interés y uno que otro guasón irredento, se han dedicado durante años a hacer guerra sucia contra personas, partidos y causas. La tenaza se cierra por el hecho de que los medios de comunicación tradicionales han perdido credibilidad casi a la par de los gobiernos, por lo que la gente común empezó a desconfiar de la información de diarios y publicaciones consolidadas y famosas, precisamente por el hecho de que son publicaciones consolidadas y famosas. Lo malo no es que haya una actitud crítica contra los medios de siempre, sino que fue sustituida por una actitud totalmente acrítica y crédula hacia portales de noticias improvisados, propagandistas desvergonzados y anuncios balines que difunden información falsa, deliberadamente. En el barómetro de confianza global de Edelman (que ya he citado otras veces), la evolución de la credibilidad se ha ido desplazando cada vez más, desde los gobiernos, medios de comunicación y “expertos”, hacia los pares, es decir, hacia lo que me dice mi pariente, mi vecino o mi amigo de facebook. Tendemos a creer más en lo que me manda un amigo por whatsapp que a una editorial del New York Times. En este escenario, lo mínimo que debían hacer los gigantes big tech, era transparentar quién paga para que ciertos contenidos sean difundidos indiscriminadamente, hasta colocarlos como tendencia y prioridad en el espacio público. Por eso ahora aparece el señor de traje promocionándose a sí mismo y dándose like a sí mismo, en lugar de aparentar que lo apoya una Asociación Civil de papel o una universidad inexistente. Nos podrá dar risa, pero también debe darnos tranquilidad. No es un cambio menor.