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Molon labe

Molon labe

Columnas martes 28 de enero de 2020 -

Tras el desencanto que supuso la derrota en Maratón, los persas volvieron rumbo a Atenas comandados por Jerjes una década más tarde. En el desfiladero de las Termópilas —un paso estrecho entre el mar y el monte Calídromo que representaba el punto de entrada al corazón de la Grecia continental— les esperaba un ejército heterogéneo al que superaban en número y laureles abrumadoramente. El oráculo de Delfos vaticinaba una masacre y el sacrificio de «un rey de la estirpe de Heracles». Espartanos, arcadios, corintios, micenios, tespios y tebanos resistieron en inferioridad la embestida de los persas, hasta la traición de Efialtes. Rodeado, sabedor de que la derrota era inminente, el rey Leónidas eligió quedarse sólo con sus 300 espartanos y una reducida mezcla de guerreros de las otras ciudades-estado para que el resto huyera y mantuviera vivo el sueño de resistencia. Mismo que se cristalizaría semanas más tarde en la batalla naval de Salamina.
Camino a Delfos hice una brevísima escala en lo que antes fueron las Termópilas. De aquel angosto paso en el que persas y espartanos se enfrascaron en una cruenta batalla, no queda más que una explanada inexpresiva. El único rasgo evocador que le sobrevive al sitio es una estatua de bronce del temerario Leónidas.
Cualquiera en su sano juicio hubiese preferido pasar más tiempo contemplado el espectáculo que suponen los pináculos de piedra que coronan la llanura de Tesalia en Meteora o acodarse en alguna taberna que prometiera más secretos que las capillas bizantinas en el pueblo fantasmal de Kalambaka. Lo cierto es que siendo alguien que fantasea más con una muerte en duelo como la de Pushkin que con la certidumbre de un empleo bien remunerado, me sentí obligado a rendirle culto al hombre que acaudilló a uno de los ejércitos más temidos de toda la historia.
Sin sentir remordimiento alguno por aquellos niños espartanos despeñados desde el monte Taigeto debido a su poca destreza militar, me quedé absorto bajo el manto de la colosal figura de bronce para luego proclamar el grito de guerra inscrito en el pedestal: Molon labe (Ven y tómalas).



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