Columnas
La percepción común sobre la discriminación suele pasar por alto que se trata de un fenómeno que se encuentra incrustado en todos los elementos y procesos de los sistemas. Mediáticamente, genera escándalo que una figura pública realice un comentario racista o misógino, pero lugar no nos escandalizan de la misma forma los procedimientos -no intencionales y más difíciles de apreciar- anclados en patrones y prácticas estándar actuales que perpetúan la discriminación. El sistema educativo superior en México no es ajeno a ello.
Si bien las personas de manera individual pueden cometer actos de discriminación, muchas decisiones relevantes se sustentan en procedimientos que replican estereotipos de género que impiden o disminuyen de manera significativa el acceso que las mujeres tienen a puestos de decisión. Además, a ello se suma la falta de acceso que ha tenido históricamente la mujer a la educación, seguida por un efecto potenciador en la educación superior. Los matrimonios a una edad temprana, trabajo doméstico y acoso sexual en espacios públicos han confinado a niñas a sus hogares.
Paralelamente, solo el 30 por ciento de investigadores en ciencias son mujeres. No por nada ha sido necesario establecer acciones afirmativas para superar algunas de estas barreras.
Repasemos un poco de historia en nuestro país. La Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad Iberoamericana, el Instituto Tecnológico Autónomo de México, la Escuela Libre de Derecho, el Centro de Investigación y Docencia Económicas, la Universidad Panamericana, el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, por mencionar algunas, aún obedeciendo a procedimientos distintos -algunos más preocupantes que otros-, nunca han sido instituciones de educación superior en las que una mujer haya ocupado sus Rectorías.
Sus muros repletos de cuadros en donde se aprecian únicamente hombres a la cabeza ponen de relieve que la discriminación por género se trata de una cuestión institucional. No importa qué tantas veces sea replicada la misión de las instituciones educativas que buscan “contribuir a una sociedad más justa e incluyente” o “la construcción de un mundo mejor”, si no se encaminan esfuerzos a determinar qué medidas deben implementarse para sobreponerse a la realidad: la discriminación estructural de la mujer. No importa qué tantos comunicados de prensa emitan “rechazado categóricamente cualquier acto discriminatorio” si no se comienza por revisar el procedimiento para elegir a los titulares de sus Rectorías.
De ello que, aunque ya se haya avanzado en la materia -dado que algunas instituciones han establecido protocolos de protección contra el abuso de maestras y alumnas, códigos de ética o defensorías y muchos otros procedimientos de este tipo-, se encuentran anclados en prácticas que jamás permitirán que una mujer dirija sus esfuerzos. En México siempre tendremos maestras, pero jamás Rectoras. Los muros de honor, en realidad se tornan muros de la vergüenza.