Los últimos días, varias personas han sacado a la conversación su interés por consultar “El Plan México”, estrategia anunciada con gran aspaviento por el gobierno federal, coincidiendo además con los primeros 100 días de la presidenta Claudia Sheinbaum. La primera dificultad estriba en que no encontraremos por ahora (y quién sabe si después) un documento en forma a la manera de lo que son los planes nacionales o estatales de desarrollo, o siquiera los programas operativos de alguna entidad gubernamental. Me refiero a un proyecto estructurado y dividido en apartados identificables con objetivos, acciones, metas, calendarios de trabajo, etcétera. Hoy en día, el Plan México es solo una campaña publicitaria de lo que el gobierno querría que sucediera durante este sexenio; y como tal, está hecha casi totalmente por declaraciones, anhelos y uno que otro guiño nostálgico a ese pasado priista de la posguerra que ha adquirido un aire mitológico en los tiempos que corren. Abiertamente se habla de sustitución de importaciones, y de la campaña “Hecho en México”, que es como revivir una franquicia setentera. Utopía.
Antes que exponer la viabilidad o inviabilidad de cada uno de los “puntos” del plan, que para eso están ya trabajando las consultoras pro bono, vale la pena llamar la atención en el hecho mismo del anuncio: una serie de promesas que buscan afianzar la confianza de los mexicanos (y de los inversionistas extranjeros, supongo) en la prosperidad encaminada del país, a unos días que Donald Trump, en su versión más infantil y delirante, comience su segunda presidencia en los Estados Unidos.
La primera temporada del Aprendiz de estadista introdujo al mundo entero a la lógica discursiva del populista digital, para nada novedoso pero hasta ese entonces limitado a corralitos domésticos (Hungría, Polonia, Turquía, Brasil, Venezuela). Pero cuando Trump llegó, el establishment político global tuvo que tomar nota, porque una cosa es que Nicolás Maduro impida la entrada a su país al que de todos modos nadie quiere ir ya, y otra que el presidente de EU amenace con una guerra comercial a sus socios codependientes. Dicen que la peligrosidad de una situación la fija el tipo más loco del cuarto, y cuando el sujeto empezó a meter a niños migrantes en jaulas separados de sus padres, la risa se volvió pánico. Ahora dice que, para no separar familias, deportará a todos, incluso a los hijos que sí tienen ciudadanía norteamericana.
Lo peor es que sí lo va a intentar.
En fin. El objetivo del Plan México, en lo general, se entiende y es muy racional, lo de la confianza. Tiene además la virtud de superar la última política exterior de los caciques Montblanc del peñanietismo, que era vendernos la estrategia del primo rogón como la gran cosa. Quienes proponen hincarse ante el señor Donald esperando congraciarse con él a base de servidumbre voluntaria, no tienen idea de cómo piensan los narcisistas de cepa.
Mas no podemos dejar de lado que el Plan también representa un signo de nuestros tiempos: la campaña electoral permanente que se ha confundido ya por completo con la gestión de gobierno. Las promesas, las cifras alegres, los adjetivos, la firmeza contra enemigos fantasmagóricos (los corruptos, los ricos, los malos, los de antes, los que sean), es la materia prima de la que están hechas los slogans propagandísticos, no las decisiones estatales. Las amenazas de Trump siempre han sido más palabrería que realidad, sobre todo las más faraónicas: no hubo ni habrá un muro de 3 mil kilómetros a lo largo de toda la frontera, porque ni hay dinero para construirlo ni evitaría la migración; no convertirá a Canadá en el estado 51 de la unión americana, ni tomará el Canal de Panamá por la fuerza. Tampoco le cambiará el nombre al Golfo de México. Pero la facultad del presidente de Estados Unidos para imponer aranceles sí existe, y no tiene que preguntarle ni a su congreso ni a sus jueces, que son quienes podrían retrasar o evitar sus locuras. Quienes están confiados en que no haría nada que “violara el T-MEC”, no saben que allá tiene naturaleza de Acuerdo Ejecutivo, no de Tratado, y se ve que no conocen la legendaria ineficacia del
Derecho Internacional Público cuando se trata de hacer cumplir por la fuerza a una de las partes para cumplir cualquier obligación, sobre todo si esa parte es la mayor potencia militar y económica del mundo. El desprecio que hoy existe también en todos lados por cumplir obligaciones legales, no ayuda. Los daños generados para México, entre fintas e intentonas, duren lo que duren, pueden ser considerables. Aguas ahí.