Por Israel González
Lamento que no exista un libro de Teoría del Estado mexicano, así, con esa delimitación y esas pretensiones. Tenemos una rica variedad de estudios sobre México, nacionales y extranjeros, y grandes clásicos sobre algunas de las instituciones particulares de nuestro sistema político, pero ningún texto que pretenda explicar la forma específica y la racionalidad propia del Estado en nuestro país, con sus características únicas, sin juicios de valor.
Nuestras élites adoptaron la concepción clásica, formal y normativa, de la teoría del Estado, basada en la evolución de Europa y de Estados Unidos. Pero en esas teorías el Estado se desarrollaron ahí, y son congruentes con su desarrollo histórico, y eso se nos olvida. El resultado es una tradición académica que se debate entre la vergüenza y la propuesta, la primera por ser como somos, y la segunda como una ruta para asemejarnos más a esos países que tanta admiración nos causan. Los mexicanos se duelen de la realidad y los políticos ocupan sus fugaces cargos en ponerle una máscara al país para que se vea, al menos durante un tiempo, más como aquellos, más “presentable”.
No tiene nada de malo querer que las cosas cambien. De eso se trata la política, y una buena parte de la ciencia social, de diagnosticar realidades indeseables e intervenir para mejorarlas. Pero hay que partir de lo que somos, como realidad, no como experimento fallido. Lo que destaco es que la brújula de buena parte de nosotros está descompuesta, porque muchos de los aspectos culturales propios de nuestra historia y nuestra idiosincrasia se consideran vicios, y no lo son; simplemente son formas distintas de ser respecto de otras naciones. El gobierno no es una ciencia exacta porque debe tener el pulso permanente entre la capacidad de provocar conductas y la necesidad de reconocer realidades.
Un acercamiento útil a los problemas sociales (como el confinamiento) debe tomar en cuenta el comportamiento real de los mexicanos frente a instituciones formales como la ley y el mercado; debe ser consciente de la enorme dificultad que hay en México para hacer cumplir una norma de control social, y de la ilegitimidad histórica del gobierno para aplicar la fuerza en general, con razón o sin ella. El aviso que dieron los 30 mil tianguistas de Iztapalapa a la alcaldesa, de que ya iban a salir porque tenían que comer, no es una muestra de lo mal que está México, ni de lo inciviles que somos los mexicanos. Es un recordatorio de la enorme complejidad de un país demasiado grande, demasiado pobre, con ciudadanos sumamente escépticos de las abstracciones, pero muy creyentes, eso sí, de las necesidades urgentes. Entendernos sin juzgarnos, sería un buen punto de partida para dejar de perder el tiempo en leyes que no se cumplen y gráficos que deberían explicarlo todo, pero en México no explican nada.