Hay un aspecto de la emergencia sanitaria que no es menor y puede extender sus daños más allá del propio ciclo natural del contagio y la contención del virus: el abuso de las partes interesadas para convertir las medidas de profilaxis en una economía de guerra.
Las compras de pánico han tenido ya algunas manifestaciones (en nuestro país, pocas, por fortuna) y se han traducido en acumulación de papel higiénico, latas de atún y galones de agua. Algunos analistas han intentado encontrar una racionalidad, así sea feudiana, a esta elevación del papel de baño a calidad de talismán de la salud. No la hay.
El barómetro de Edelman, en sus resultados, siempre ilustrativos, ya nos había advertido que las personas en el mundo (todas, sin importar país, género, condición económica, etc.) tienden a desconfiar de la información que viene de sus gobiernos, un poco menos de la información que viene de expertos, y confía casi ciegamente en la que viene de sus pares, de “gente como uno”. Sobre cualquier tema. A ver si entendemos las implicaciones. En un tema como la expansión y combate de una pandemia, los mensajes que vienen de instituciones oficiales, son los que más escepticismo causan en el receptor. Precisamente, porque vienen del gobierno.
En los expertos se confía un poco más, pero no mucho más. Pero cuando el vecino, el compañero de banca o Juanito el de contabilidad expresa alarmas médicas y recomienda atesorar botes de lysol para garantizar la preservación de la especie humana, nos volvemos fieles seguidores de su improvisada doctrina.
El estado de pánico tiene en sus orígenes, paradójicamente, el instinto de supervivencia, pues los seres humanos, biológicamente, estamos muy poco armados para sobrevivir en la naturaleza compitiendo con las fieras y otros depredadores. Es un estado de extrema vivacidad de los sentidos, de secreción de adrenalina, lo que en inglés se dice “fight or flight”.
Lo malo es que en una era de desinformación masiva inmediata, lo que no hay en el estado de pánico es una adecuada ponderación de la veracidad de los mensajes recibidos, y que son los que producen la respuesta de estrés. La consecuencia es que las multitudes están dispuestas a atacarse entre sí para quedarse con el último rollo para limpiarse el trasero enmedio de un apocalipsis imaginado por un guionista perezoso con acciones en farmacéuticas.
Tenemos que cuidar, entre todos, la objetividad, hoy como nunca. Eso trascenderá desde lo sanitario hacia lo económico, y hasta el nivel más modesto, el del consumo individual. En este caso, la Profeco es una institución esencial para monitorear y evitar que se cometan abusos, tanto en el aumento injustificado de precios en artículos de primera necesidad (pollo y frijol, no gel) como en el ocultamiento deliberado de ciertos bienes para generar la impresión de desabasto. Por eso me sorprendió que el señor Sheffield, en la conferencia matutina de ayer, siguió hablando sobre gasolina y haciendo chistes malos sobre quienes la venden cara. Ojalá que ya le manden otra línea.