Columnas
A riesgo de parecer un viejo gritándole a las nubes, me atrevo a insistir que la inteligencia artificial no implicará la disrupción absoluta de la vida humana como la conocemos, aunque así lo estén encuadrando los medios de comunicación y algunos gurús multiusos (Chomsky y Harari, por ejemplo). Les preocupa, especialmente, las consecuencias que tenga en el mundo de los trabajadores; no manuales, sino intelectuales, lo que Vivian Abenshushan ha llamado “el cognitariado”.
Por supuesto que, como cualquier nueva tecnología que se universaliza y abarata lo suficiente como para que todos la usen, aumentará la demanda de competencias laborales específicas, es decir, de personas que puedan programar, “entrenar” o reparar los sistemas de IA, como sucedió primero con las computadoras personales, posteriormente con el internet y luego con los teléfonos celulares.
Y es precisamente este último trinomio el que constituyó la sacudida más violenta en el mundo del conocimiento. Cada vez más millones de personas tienen acceso a google, y a un teléfono, y esa combinación les posibilita, en líneas generales, acceder a la mayor parte del conocimiento humano, individual y social, acumulado a lo largo del tiempo.
No solo es el acceso a documentos digitalizados de toda índole, sino el hecho de que una parte de los usuarios son, por negocio, vocación o por ocio, creadores de contenido educativo. Que las personas elijan usar esa llave para ver desconocidos perreando, es otra cosa, pero eso también ha existido siempre; las bibliotecas nunca han sido los lugares más concurridos en ninguna parte.
La IA es, en todo caso, un paso más para la producción automatizada de contenidos mediocres, el ahorro de los pasos que le tomaba al mismo estudiante de tercera, copiar y pegar información de wikipedia para entregar un ensayo de cuarta. Pero no mucho más. El hecho de que cada vez más personas estén alimentando a la IA con información deliberadamente falsa, hace que sea más necesario, también, que el usuario cuente con un marco de referencia intelectual y cultural propio, que le permita discriminar información.
También como ha ocurrido en otros cambios tecnológicos, muchos trabajos cambiarán y desaparecerán, pero se crearán otros. Algunos amigos míos, abogados litigantes, me dicen que requieren mucho menos pasantes ahora que antes, porque las notificaciones que antes se iban a copiar manualmente a los juzgados, ahora se envían electrónicamente. Habría que discutir si ese trabajo específico del pasante de antaño era indispensable para su formación jurídica, así como el de los abogados que pasaban horas inhalando ácaros mientras hojeaban el semanario judicial. Quizá no.
Lo que llama la atención es que mientras algunos campos están en plena fiebre del oro cibernético, otros no se han dado por notificados.
Stephen Bush, analista del FT, lo ha dicho bien: no hay suficiente escepticismo acerca de los alcances de la IA en el mundo de los negocios, donde su impacto se está sobre estimando, y en el plano gubernamental, la misma IA está siendo profundamente subestimada, cuando no ignorada. Falta estudiar esa aplicación, en los asuntos públicos, para saber cuál es nuestro panorama presente y nuestro futuro cercano.
Otro de los futuros posibles, en la industria de servicios, es que los proporcionados por otros seres humanos se queden como privilegios de ricos, y el resto sea atendido, entre comillas, por una máquina (y esto puede pasar, para empezar, en las escuelas).
No sólo las empresas tienen el incentivo económico para esto, también los gobiernos, que podrían, en el papel, aumentar históricamente la cobertura de servicios públicos con este modelo.
En el terreno creativo, los modelos de IA se enfrentan cada vez con más contingencias, decisiones parlamentarias y fallos judiciales, que han concluido, al menos al día de hoy, que es imposible entrenar a la inteligencia artificial sin utilizar materiales sujetos a derechos de autor, por lo que la generación de contenidos en estas condiciones sería sujeto de sanciones.
Pero el problema de los derechos de autor y la monetización de contenidos no ocurre, al menos a bote pronto, en la burocracia, donde sencillamente se simplificarían los procesos y se adelgazarían las estructuras. No digo que esto sea bueno, pero ya veo a los libertarios anti estatistas salivando con esta posibilidad. Como sea, las nuevas interacciones entre sector público y privado cuando ambos usen IA, es una línea de investigación inexplorada y que será indispensable en el corto plazo.
Creo que la huelga de actores y guionistas que hubo en Estados Unidos en 2023, ilustra un punto relevante sobre el tópico: cuando se trata de salvar una multitud de empleos interconectados en un modelo de negocio, la dimensión política suele ser más relevante que las posibles ventajas económicas del uso de nuevas tecnologías.
No es que la IA no pueda escribir mejores guiones que algunos seres humanos en Hollywood (ojo ahí, Star Wars), sino que no están claras las fronteras entre la autonomía de la IA y la mera repetición, reordenada, de información que han generado personas reales, y sobre las cuales tienen derechos económicos a veces pero morales siempre. Mientras todo eso se debate, aprender siempre más, y ser sensible a los cambios del entorno de manera que podamos explicarlos con cabeza fría a los que están paralizados por el pánico, sigue siendo una estrategia inteligente para lidiar con el caos, creo yo.