Mucho ofendió el obsequio que la alcaldesa del municipio de Guaymas, Sonora, hizo al colectivo “Guerreras buscadoras”, conformado por madres de desaparecidos. Y es que el regalo, en pleno Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, consistió en palas y cubetas para apoyar la búsqueda de sus hijos. Es como denunciar un delito ante el Ministerio Público y recibir a cambio una lupa y una libreta para investigar el caso.
Más allá de si fue o no una petición expresa de las integrantes del colectivo, la falta de empatía es grave. La incertidumbre mata y los familiares de los desaparecidos son muertos en vida.
El episodio se suma a una larga lista de infortunios sobre el tema a lo largo de décadas. De la llamada “guerra sucia” a las desapariciones asociadas a la delincuencia organizada, la respuesta oficial ha estado lejos de las expectativas de los más afectados por esta tragedia.
Antecedentes en la atención al fenómeno no son pocos ni menores. Como ejemplos tenemos el Programa de Presuntos Desaparecidos (Predes), de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, en septiembre de 1990, o la Comisión Nacional de Búsqueda, creada por el gobierno anterior y que hoy se mantiene.
Los colectivos de búsqueda crecieron los últimos veinte años, visibilizando la geografía del terror en que se convirtieron las montañas de Guerrero o parajes y zonas urbanas en Baja California, Veracruz, Guanajuato, Morelos, Nayarit, Jalisco, Tamaulipas o Coahuila, por mencionar algunos casos.
¿Por qué cada determinado tiempo el drama de los desaparecidos irrumpe causando consternación y enojo? Razones son varias, pero me centraré en una: hemos normalizado la muerte a grado tal que el dolor es devorado por la ola de indiferencia propia de estos tiempos.
Desde la politica se activan procesos de acercamiento con víctimas, pero en los hechos, el interés no se refleja en el presupuesto o la construcción de capacidades a la altura del reto. Así lo acreditan estudios académicos y de organismos de la sociedad civil.
En las naciones marcadas por las guerras, el respeto por la vida hace que una vez concluidos los conflictos bélicos, las tasas de homicidios disminuyan a cifras de un dígito y sean excepcionales los casos de desapariciones. Hay en ellos una correlación entre el valor por la vida, la instauración de gobiernos emanados de procesos verdaderamente democráticos y la creación de instituciones funcionales.
En países con fragilidad democrática, el fenómeno de la violencia homicida, en la que queda inmerso el de las desapariciones, crece de forma alarmante. No en vano 7 de los 10 países que encabezan esta lista negra están en América Latina.
Homicidios y desapariciones no cesan por decreto o buenas intenciones, por honestas y legítimas que sean. La experiencia internacional señala que la violencia homicida y sus efectos disminuyen, entre otras cosas, cuando:
Se respeta la vida, incluida la de los delincuentes.
Se invierte en investigaciones profesionales, que exige personal experimentado.
Se fortalecen capacidades, no se destruyen ni reinventan. Al igual que en las investigaciones, se privilegia la continuidad.
Lo anterior exige gobernantes que devuelven a la política su razón originaria. Respetar la política genera políticos respetados y éstos construyen política pública de largo aliento.
México necesita políticos y operadores que se identifiquen con estas causas, no palas y cubetas, para enfrentar el desafío de una verdadera construcción de paz.