Como ya vimos, nada enciende más los ánimos políticos y produce mayores controversias en las tribunas o pasillos parlamentarios que el sistema recaudatorio y el régimen presupuestario. La lucha política que presenciamos en días pasados por una propuesta de reforma a la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria (promulgada en 2006 y reformada apenas en 2019) es un recordatorio eficaz de que la participación oportuna, normada, informada y consensuada de los órganos de la representación política en el diseño de las reglas vigentes y adopción de principios para la determinación del gasto público son fundamentales para clasificar como democrático y constitucional a cualquier régimen gubernamental.
Efectivamente, el presupuesto nacional y su orientación son en realidad la expresión primigenia del poder originario del parlamento: el poder de la bolsa, cuyo nivel se reguló primero al ponerle al monarca acotaciones en los conceptos y montos de la recaudación de contribuciones. Las reglas para determinar los destinos y distribución de esa masa monetaria, así como los calendarios para su ejercicio, vinieron después.
A lo largo de su evolución, el diseño, aprobación, modificación, ejercicio, control y evaluación del presupuesto se han ido tornando operaciones político-financieras de alta complejidad técnica cuyo cabal cumplimiento o retraso destacan no solo la dinámica política del momento, sino que reflejan el poderío parlamentario del partido del jefe del Ejecutivo y su capacidad de negociación con el resto de las fuerzas políticas.
Así, por lo general el presupuesto nacional es la expresión más clara y evidente de que las prioridades del gobierno en turno, anunciadas desde la campaña, encarnan el cumplimiento de los compromisos visibles en el plan de desarrollo planteado y el impulso a su visión del gasto, al que naturalmente las oposiciones se resisten y proponen otras ópticas y finalidades.
No es menor el debate en curso sobre la reforma legal propuesta, pero tampoco es inédito. Es la continuación de una larga marcha política por asegurar que la recaudación (y la deuda) se destinen según los mandatos programáticos de la agenda del partido en el poder, que como siempre pasa, con justo derecho propone hacerlo según su filosofía particular. Es un capítulo más de una historia que hemos visto muchas veces, que siempre se resuelve en un anticlímax en el que nadie gana ni pierde todo y en el que, como en el golf, avanza más el que menos pega.
En ocasiones como la actual emergencia sanitaria global, del todo inesperada, el gasto federal ciertamente debe reorganizarse rápida, oportunamente y en el marco de la ley para atenuar, combatir y/o derrotar una coyuntura oprobiosa que demanda altura de miras de todos los actores políticos involucrados, por el grave peligro que, ominoso, se cierne sobre la sociedad entera. No debemos olvidar, además, que la política es una especie de la prudencia y no al revés.
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