Pese a que tenemos ejemplos de genialidad indiscutible como Jorge Luis Borges, Alice Munro y Antón Chejov, cuya obra fundamental está compuesta de narrativa breve, el mundo literario siempre ha tenido con ese género una relación complicada. Los cuentos o relatos, siempre se han considerado por una parte del público y de la crítica como “literatura menor”. Se considera que el cuento es una especie de novela malograda, una idea que no alcanzó a germinar del todo. Esto se acentúa porque muchos de los “cuentistas” más celebrados, suelen ser más bien novelistas consagrados a quienes, como extensión, se les termina publicando hasta sus “incoherencias escogidas”. Estos textos suelen ser novelas en miniatura que no dieron para más y se vuelve una profecía autocumplida. Por supuesto, hay excepciones, autores que manejan con maestría el tránsito entre el ensayo, la poesía y la narrativa, pero los que verdaderamente se dedican al cuento como su artesanía de especialidad, suelen ser menos celebrados que los novelistas (pienso en Guillermo Samperio o Etgar Keret). Del propio Borges se han llegado a preguntar algunos críticos perecederos, porqué nunca escribió “su novela”, como si fuera un paso de madurez natural de los narradores y no una decisión artística. Las consideraciones académicas sobre teoría del cuento suelen ser irrelevantes, cuando no francamente antipáticas para cualquier creador. Lo que un autor tiene no son teorías, sino propuestas literarias. El caso de Borges es especial, porque en él se reúnen prosa poética, cuento y ensayo (por eso quien lo imita, fracasa). Pero me parece más fácil de encontrar e igualmente valiosa la propuesta que concibe al relato más cerca de la poesía que de la novela, tanto en su manufactura como en sus intenciones. La mejor síntesis que conozco sobre el tema está en un libro de cuentos del intraducible Francisco Umbral, llamado Teoría de Lola: “el cuento es a la literatura lo que el silencio a la música o el vacío a la escultura”. Y en este escritor tenemos el caso contrario, el de un poeta y cuentista que insistía en escribir novelas, y se nota, porque cada página de estas últimas parece una viñeta poderosa, donde la trama es lo de menos. Además de recomendar el volumen de este maestro del estilo, recomiendo el complejo artefacto disfrazado de libro llamado “La velocidad de los jardines”, de Eloy Tizón. Es otra cosa, pero es la misma cosa, que es muy buena y provechosa. Sólo una advertencia: no intente usted acercarse a esos cuentos como se acerca a una novela de 400 páginas, sino a un poema labrado en una sola, que exige del lector tiempo y atención. Tampoco espere encontrar estos volúmenes en la mesa de novedades, porque ambos fueron publicados en el siglo pasado. Pero lo valen.