El Santo Imperio de Oriente, con capital en Constantinopla, fue la sede del imperio bifurcado como las dos cabezas del águila que contemplan las direcciones respectivas del Atlántico y el Mar Negro. Bizancio, guardaría siglos después del derrumbe occidental, los tesoros de una helenización que poblaría las costas anatolias. El griego se fundió en el Bósforo, y los Propileos, no solamente presenciaron la magnificencia de los Paleólogo que sucumbieron ante el poderío otomano: vieron alzarse la media luna donde siempre, en santa Sofía, se ostentó la cruz que por siglos guareció las tranquilas aguas del mar de Marmara.
Estambul sería la capital turco-otomana, con los osmaníes en el trono. Los guardianes de la tumba del profeta, de Tierra Santa y la dorada cúpula cercana al Templo de Salomón. Estambul también llegaría cercana a Viena durante el siglo diecisiete, y si bien no logró derrumbar al imperio cristianísimo de los Habsburgo, a través de su cultura, el delicioso aroma del café haría sucumbir a las enciclopédicas almas de la ilustración, que a la par estudiaban a Newton y leían a Kant, en su expendios vieneses la crema innata iluminista leía en voz alta los periódicos donde acudían los analfabetos, a enterarse lo mismo de las glorias del imperio, que de la vida cultural de un continente que construiría los principios analíticos de la ciencia moderna.
Turquía se nos transformó en el café que tanto nos ha cautivado con esos postres de nueces y pistaches, más allá de los mitos en sus harenes palaciegos que engalanarán en Serrallo mozartiano, se hizo parte de nuestra cultura que si bien jamás olvida a la bizantina Santa Sabiduría, tampoco podrá negar que la cultura otomana se asentaría de la tierra de los Balcanes, y aún Rumania y Bulgaria conformarían el universo plural, rico como sus mosaicos, aromático como sus vapores de olor a jazmín y mirra, que consagran la amplitud de un mundo que no se comprende sin la grandiosa historia de la tierra otomana.
La historia se redacta no al gusto de los particulares, los que pensamos en griego, también reconocemos el patrimonio identitario donde las viejas tierras de Eolia y Jonia, conjunto a las batallas de Alejandro (Gaugamela, Ixos…), se encuentran en esa península ahora azotada por la violencia de una tierra temblante.
Amor a la historia, reconocimiento a la tierra y solidaridad con los lastimados por la violencia de los terremotos que han hecho sembrar a Anatolia con la vieja tierra de Antioquia, la actual Siria. Como mexicano sobreviviente de los terremotos de una tierra famosa por sus tragedias telúricas, no dejo de conmoverme con la desdicha de ese pueblo heredero de un patrimonio que a todos los ciudadanos nos debe comprometer a cuidar en medio de la desgracia.