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Rubem Fonseca: retrato del artista cruel

Rubem Fonseca: retrato del artista cruel

Entornos jueves 16 de abril de 2020 -

El autor de El caso Morel, Los prisioneros o El collar del perro y admirador del realismo sucio, engendró una corriente literaria de la que emanan autores como Pedro Juan Gutiérrez o Fernando Vallejo; más allá de su "brutalismo" literario, retrató la contradictoria realidad de América Latina con personajes vulgares y transgresores.

Por Ricardo Sevilla

Si la historia de la literatura tuviese un lugar reservado para los autores ásperos y discutidores, no cabe duda que ahí se encontraría, en uno de los sillones principales, el escritor brasileiro Rubem Fonseca (1925-2020).

Este hombre nacido en Minas Gerais, durante la presidencia del oscuro jurista Epitácio Pessoa, pasó los últimos años de su larga vida (94 años) en Río de Janeiro, observando con un dejo nostálgico las nubes que envuelven el Pão de Açúcar. Fonseca, con esa mirada enmarcada por unas penetrantes ojeras, dijeron ayer quienes le conocieron, “parecía un esqueleto vestido, un fantasma con aire de ingravidez”.

Al verlo ⎼y se le veía poco, porque el tipo detestaba dar entrevistas⎼ uno sospechaba que el autor de Secreciones, excreciones y desatinos (2001), de pronto, podía ensayar una pirueta mortal en el aire y desvanecerse, dejando como único rastro, a lo sumo, un montón de huesos transparentes y brillantes, como cristales rotos.

Pero no es que Fonseca hubiera languidecido con la edad. En realidad, siempre fue un sujeto extremadamente delgado: una sombra hecha con retazos humanos en el sótano de un científico loco. Su delgadez ⎼que casi rozaba la desnutrición⎼ le obsequiaba el donaire de un alquimista o de un mago perseguido por la Inquisición.

Ahora bien, desde la publicación de su primer libro, Los prisioneros (1963), este hombre flacucho ⎼que parecía sostener su largo esqueleto mediante un fragilísimo mástil de huesos⎼ ganó fama de literato belicoso, de esos que desprecian el éxito y sólo aman lo problemático.

Muchos después, sus biógrafos nos contaron que Rubem Fonseca, que en los años cincuenta del siglo pasado había sido un joven policía que se encargaba de levantar actas, hacer oficios y redactar memorandos, había sido un muchacho estudioso y desinteresado de la literatura que, debido a que había cursado la carrera de Derecho, le había tocado en suerte conocer a fondo el sistema judicial brasileño.

En efecto, durante diez años ininterrumpidos, el autor del Diario de un libertino (2003) estuvo enfangado en un trabajo burocrático, donde trató de cerca con la inmundicia que anegaba las cárceles y, al mismo tiempo, pudo observar (no sin torcer la boca y farfullar reproches) el maltrato que se le dispensaba a los negros y mestizos, mientras la élite blanca ⎼“esos desgraciados, hijos de puta que talaban el Amazonas y se enriquecían vendiendo la madera”, apuntó alguna vez él mismo⎼ se atiborraban de churrasco y se embriagaban con caipirinha (en Brasil los ricos no beben cachaça) en sus lujosas residencias de Petrópolis, Brasilia y São Paulo.

Asqueado de aquella vida que le impidió convertirse en juez ⎼sueño que había acariciado durante toda su juventud⎼ el señor Rubem (ya tenía 36 años cuando publicó su primer libro) decidió convertirse en escritor. El collar del perro (1965) y Lucía McCartney (1967) ya contenían el germen de lo que, más adelante, sería su sello distintivo: sexo, desenfado, disputas hogareñas y un lenguaje sicalíptico.

A los cuarenta años, Fonseca era un narrador bastante notable, aunque todavía desconocido.

El reconocimiento le llegó en 1973, tras la publicación de su primera novela: El caso Morel: una obra montada sobre un armazón narrativo que incluía un buen número de estulticias y dos o tres numeritos pornográficos. Y de ahí en adelante, esa fue la ruta que recorrería.

Admirador del famoso realismo sucio (Dirty realism), los libros de Fonseca ⎼aunque están atestados de injurias, leperadas y toda suerte de escatologías⎼ tienden a la sobriedad descriptiva. Y es que Fonseca fue un narrador que, en lugar del barroquismo cachazudo de sus compatriotas Jorge Amado, João Guimarães Rosa y Euclides da Cunha, prefirió la descripción concisa y, si se quiere, superficial de los ambientes.

Para el escritor mineiro, la atmósfera era un asunto superficial y prefería concentrar su atención en retratar lo mejor posible a sus personajes, que por lo demás eran, invariablemente, criaturas vulgares y corrientes que llevan vidas absurdas y prosaicas.

En sus libros, siempre ofensivos e hirientes, Fonseca se burla, entre otras muchas cosas, de esos brasileiros perezosos que no mueven un dedo y, desde su hamaca, “prefieren seguir despotricando contra todo sin haberse dado cuenta de cómo ha corrido la realidad y, sin que esos holgazanes lo perciban, se ha desbaratado el mundo, mientras ellos languidecen de pereza”. De ahí que fracase aquel lector que intente buscar en la obra de Fonseca a ese narrador sobrio y mesurado de las aburridotas novelas canónicas. La literatura de Fonseca, en realidad. ofrece todo la contrario: displicencia, absurdos, desatinos y vulgaridades a granel.

No obstante, en la obra de Fonseca también podemos encontrar una enorme cantidad de frases que semejan apotegmas o aforismos. Todos, claro, apocalípticos: “Este puto mundo es un desolladero hirviente y no tardará en explotar la olla que lo contiene, desparramando por aquí y por allá todos los cuerpos mutilados”. Pero sus terroríficos aforismos son sólo ilusionismo verbal, porque Fonseca pronto descubrió que “las palabras esconden conceptos que son sólo palabras” y que “los conceptos se esconden detrás de palabras que son sólo conceptos”. De ahí que, en ocasiones (no muchas) lo veamos practicando una suerte de malabarismo literario. Sobre todo, en sus relatos cortos: La cofradía de los Espadas (1998), Pequeñas criaturas (2002), Ella y otras mujeres (2006), etcétera.

Desdeñoso de la faramalla exegética, la narrativa de Fonseca se pasea a caballo entre dos tendencias aparentemente opuestas: los laberintos del ingenio y la crudeza narrativa. Si aguzamos la mirada, en todos sus libros observaremos una querella intestina que no se colma con nada. Todos sus personajes, en mayor o menor medida, riñen, pelean, ofenden, timan, roban, se propinan toletazos: se asesinan. En cierto sentido, su obra es la de un autor que vive en perpetua discusión con sus protagonistas: los viejos contra los jóvenes, las madres contra las hijas, los padres contra los hijos, los negros contra los blancos, etcétera.

Su público ⎼que aprendió a amar esa rara y agresiva y desenfadada forma de narrar⎼ de alguna forma ha tenido el sadismo de asistir a la denuncia y aplaudir al homicida.

Ahora mal: con frecuencia se afirma que Fonseca fue una especie de revolucionario de las letras. Una y otra vez aseveran que, con un lenguaje directo, violento, erótico y pedestre logró imprimirle un “brutalismo” (lo que sea que eso signifique) a la literatura brasileira. Pero Rubem es mucho más que eso. Mucho, en serio.

Más allá del cacareado Charles Bukowski, digámoslo con todas sus letras: Fonseca es el verdadero padre de una corriente literaria que, integrada por un puñado de escritores indómitos y respondones, ha ido floreciendo a lo largo y ancho del continente americano: Pedro Juan Gutiérrez, Fernando Vallejo, Eusebio Ruvalcaba.

Claro que dentro de la propia literatura brasileira, Fonseca ha inspirado a una nueva ola de autores, que van de João Antônio Ferreira Filho a Paulo Lins (el autor de la famosilla Ciudad de Dios), pasando por Reginaldo Ferreira da Silva (no hay que perdernos por nada su Manual práctico del odio) y logran un alto impacto en Patrícia Melo. Estas nuevas voces de la literatura brasileira, siguiendo la égida de Fonseca, han ido publicando relatos, novelas negras y toda clase de obras donde también se observan los laberínticos pasadizos de las favelas,

Debido a que por sus obras deambulan, como por las calles de México, delincuentes, prostitutas, traficantes de drogas, chulos, policías corruptos, empresarios sin escrúpulos y criminales de toda laya, desde hace ya un par de décadas Fonseca logró conquistar a un buen número de lectores.

Pero si bien es cierto que en sus libros nos topamos con pedófilos, inadaptados, donjuanes, detectives y erotómanos, también descubrimos, no sin asombro, tramas policiales, thrillers políticos y no pocas historias de amores fracasados. Hoy, cuando su cadáver está por ser devorado por los gusanos, como él mismo decía, con ese gran dejo de ironía que lo caracterizaba, me parece que podemos hacerle un homenaje luctuoso comenzando con la lectura de un par de textos que contienen algunos de sus mejores relatos estrambóticos, expresionistas y crueles: Cemitério de elefantes (1964) y O Vampiro de Curitiba (1965).


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ER/CR

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