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Salvando el fuego

Salvando el fuego

Columnas jueves 14 de enero de 2021 -

En un enfebrecido fin de semana, pude leer, casi de golpe, la nueva novela de Guillermo Arriaga Jordán, Salvar el Fuego, premio Alfaguara 2020. Se trata, para mí, de la obra cumbre (hasta el momento) del autor de El Salvaje y El Búfalo de la Noche, así como de los guiones de películas fundamentales del catálogo universal como 21 Gramos y Amores Perros.

Por estar contado a tres voces y con saltos en el tiempo, el texto es verdaderamente apasionante y discurre por una narración descarnada y esclarecida de la fragilidad de la condición humana frente a dicotomías tristemente viables como el poder y la corrupción, u otras francamente imposibles, como el narcotráfico con paz o el amor en reclusión.

Se trata de una lectura obligada en estos tiempos revueltos y de incertidumbre para el mundo entero, que me hizo regresar, gracias a la complejidad de sus personajes y a la contundencia silenciosa de sus denuncias y metáforas, a los alcances verdaderos de la ética de la compasión y de la ética de la indignación.

Con pasmosa soltura, dueño de un conocimiento profundo de la psique humana de cara a la adversidad más oprobiosa, el autor nos confronta de manera inmisericorde, pero cinematográfica, con las bajunas pulsiones y obsesiones que han infligido, en el conjunto social, sempiternas cicatrices por heridas de traición y de abandono, como las padecen, en cierta medida, todas las almas ateridas de esta historia extraordinaria.

A la vista de las lecciones de Salvar el Fuego, viendo el ataque al Capitolio del miércoles pasado, no pude más que recordar la pregunta ancestral que se hace Marina, el centro real de la novela: “si se incendiara una biblioteca con textos inéditos de Shakespeare, ¿qué salvarías, los textos o el bibliotecario?” No me queda duda que el cernícalo neoyorkino, ignorando el dilema, salvaría el fuego, solo por el gusto infame de verlo arder.

Sobre el mismo incidente, me pesó una sentencia de la propia protagonista que, reflexionando sobre las brechas que nos separan, rechaza las soluciones autoritarias para combatir la delincuencia, pero nos sacude con su admonición: “el fascismo nos habita, a pesar de nosotros”.

Tengo para mí que la principal enseñanza-recordatorio de la novela, y de ahí su potencia universal, es que, en realidad la comunidad humana se ha desgajado en dos agrupamientos, que no por adyacentes son empáticos: el que tiene miedo y el que tiene rabia. Así lo explica en su Manifiesto el coprotagonista José Cuauhtémoc, y de esa fractura, parece, no podemos escapar, a menos que algo fundamental cambie, como en Salvar el Fuego, pues, aunque habla de nosotros mismos, al final de cuentas Arriaga nos brinda esperanza, nos rescata del incendio y nos promete redención.


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/CR

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