El juicio político es uno de los instrumentos mejor planteados en la teoría constitucional moderna. Cuando el Marqués de Tocqueville, en la Democracia en América, dedica un delicioso apartado al estudio de esta figura, comparándolo siempre con instituciones semejantes en Europa, siempre resaltará la importancia de su valor, pues permite mesurar las pasiones políticas de los entes juzgados y de sus camarillas.
Parte de la vida política, efectivamente nos remite a la figura del líder. Estudiar la figura de mando, sus emociones, sus razonamientos y causas, han llenado todo tipo de páginas en la historia del pensamiento. Un Platón hablando del gobernante filósofo en La República, o Aristóteles hablando del demagogo en La política, hasta El príncipe de Maquiavelo, nos remiten a sendas obras maestras que realizan autopsias del liderazgo. Hablar del séquito, o del conglomerado de seguidores, no dejó de despertar grandes estudios a partir de la revolución francesa, debido al innegable movimiento de masas y sus fatales consecuencias. Un conglomerado informe, siempre será algo complicado de tratar. Los miedos expresados por autores como Edmundo Burke en sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia, o a J.S. Mill en sus Consideraciones sobre el gobierno representativo, y sus diferentes estudios de la obra de su amigo Tocqueville, nos remiten al problema de la participación popular en el gobierno, pero también de su amenaza.
El miedo a la muchedumbre es su desmesura completa, efectivamente que su desborde nos refiere al caos, pero si esa espesura es debido al apoyo a un liderazgo, el conflicto toma tintes insurreccionales que siempre deben de considerarse en un sistema constitucional. El juicio político, como aquel que se realizará al demagogo D. Trump, tiene precisamente esas características del elogio tocquevilliano a la constitución estadounidense, pues prevé el apasionamiento popular, capaz de destruir las instituciones de un país, en pos de defender las mentiras de su señor, al que están dispuesto a acompañar en todas sus locuras, locos por sus privilegios, o drogados por el enervante sabor de la boca de un merolico profesional, que es miel a los labios de un poco informado pueblo.
El juicio político es una sanción meramente administrativa que implica la transformación del congreso en un tribunal de justicia para someter a un funcionario de alto nivel, con poder real, es decir, el conglomerado de fieles y de recursos de todo tipo. El castigo no tiende a ser muy violento: inhabilitación o destitución, pues si lo fuera, como nos recuerda Tocqueville, el miedo al sufrimiento los haría movilizar sus fuerzas con un poder destructivo inimaginable. No es debilidad, sino prudencia. A los demagogos no se les trata como simples delincuentes, la realidad de su carisma es un hecho y su amenaza a las instituciones obliga a tomar providencias.