Los movimientos revolucionarios comprenden en la calumnia, un instrumento de autolegitimación, exponiendo un profundo sentimiento de inferioridad, que le hace tomar esa vía porque realmente no ostentan muchos recursos para expresarse de manera más civilizada, pues lo vulgar es propio de los limitados.
Adhler, en su análisis de los complejos de inferioridad, realza el papel de la violencia como vehículo de materialización del sujeto que arcaicamente manifiesta todo aquello que se le fuera acumulando como un grano brotado en la punta de la naríz. Recordemos cuando en el “Perfíl del Hombre y la Cultura en México”, Samuel Ramos caracteriza el bajo perfíl de el “Pelado”, como esa emanación machista de la acumulación del resentimiento social que se reconoce en la violencia, que conjunta a la extravagancia de “el Pachuco”, estudiado por Octavio Paz en el “Laberinto de la Soledad”, expresan dos símbolos caricaturescos retadores, que contienen todo el odio que el término “complejo de inferioridad”, psicoanalíticamente contiene.
Sea el “pelado” o sea el “pachuco”, su manifestación experiencial no es sino lastimera y vulgar, propia de quiénes no conocen las reglas sociales de la pulcritud y la civilidad contra las que pudieron enfrentarse, y que para no obviar sus consabidas deficiencias, la burla hacia “los otros”, aquellos que sí son expresión de la civilidad y la exquisitez, lanzan su cruzada que más que por reivindicación social -normalmente dicen eso-, es como venganza ante la conciencia de sus propias miserias, que obviamente jamás aceptarán, porque ello sería reconocer públicamente su envidia ¿Qué no es la envidia, sino la manifiesta y mórbida autoconciencia de la inferioridad?
Cuando E. Burke, en sus “Reflexiones Sobre la Revolución en Francia”, siendo embajador del Reino Unido en la Corte de Luis XVI, una de sus mayores preocupaciones fue reivindicar la imágen del desgraciado monarca, su amigo, calumniado por la propaganda revolucionaria que desplegaba, como un hocico rabioso, mentiras y chismes que hacían no sólo de la família real, sino de los aristócratas en su conjunto, objeto de burlas de la masa acomplejada. El retrato de la reina, a quién su compatriota Mozart le dedicara sus Sinfonías Parisínas; que leía a Rousseau apasionadamente y habían seguido la herencia de una Francia ilustrada, protegiendo a la muy desmemoriada independencia de los Estados Unidos, contradice la imagen de seres soeces, ociosos, insensibles y ridículos que la propaganda hizo de ellos.
Toda revisión histórico-política de los movimientos de legitimidad política, por justicia, debe de estudiar a “los otros”, porque nunca sabremos si algún ente acomplejado tomará las riendas de las sociedades, parapetando sus limitaciones, en acríticas y soeces narrativas que enaltecen solamente un lado de la historia: el que se le parece, y si se le parece, conlleva per se, el signo de lo vulgar.