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Violencia política: nadie está a salvo

Violencia política: nadie está a salvo

Columnas martes 27 de mayo de 2025 -

El reciente asesinato de dos funcionarios del gobierno de la Ciudad de México —Ximena Guzmán, secretaria particular de la jefa de gobierno, y José Muñoz, asesor gubernamental— ha sacudido al país y expuesto, una vez más, la crudeza de una violencia política que avanza sin contención. Ambos fueron ejecutados la mañana del miércoles, en paralelo a la conferencia matutina encabezada por Claudia Sheinbaum, quien confirmó la noticia públicamente. El crimen no solo generó consternación, sino que reveló una dolorosa certeza: nadie está exento de ser víctima de un ataque violento, sin importar su posición política o cercanía al poder.

En un contexto donde las ejecuciones diarias se han vuelto parte del paisaje nacional, el doble homicidio resalta por su simbolismo. Las imágenes de personas asesinadas circulan cada día, sin que exista garantía de justicia ni certeza sobre la captura de los responsables. Y cuando se presentan detenciones, persiste una duda constante: ¿son realmente culpables o meros chivos expiatorios ante la evidente ineficacia de las instituciones encargadas de procurar justicia?

A pesar de que aún se desconoce el móvil del crimen, las autoridades han insinuado que podría tratarse de un mensaje del crimen organizado dirigido al gobierno capitalino. De confirmarse esta hipótesis, se trataría de un acto deliberado con un fuerte contenido político. La gravedad del hecho no radica solo en su violencia, sino en su carácter inédito dentro de una capital que, hasta ahora, parecía menos expuesta a este tipo de delitos de alto impacto. Este contraste con el resto del país —donde el asesinato de funcionarios, policías y actores políticos ha dejado de ser noticia— resulta inquietante.

Lo más alarmante, sin embargo, es el impacto que este crimen puede tener sobre la narrativa oficial. El gobierno federal ha insistido en que los homicidios dolosos han disminuido. No obstante, este hecho, por su simbolismo y ejecución, pone en tela de juicio la supuesta eficacia de la estrategia de seguridad. Revela una verdad incómoda: la vulnerabilidad de los servidores públicos frente a grupos armados que actúan con una peligrosísima sensación de impunidad.

En este contexto, tanto el gobierno de la Ciudad de México como el gobierno federal tienen la responsabilidad ineludible de ofrecer respuestas claras y contundentes. No basta con declarar que habrá justicia; se requiere una investigación ejemplar, que no solo esclarezca los hechos, sino que demuestre que el Estado aún tiene capacidad de respuesta ante la amenaza del crimen organizado.

Ahora bien, más allá del caso particular, es momento de reconocer una realidad que ha sido sistemáticamente minimizada: los grupos delictivos han extendido su influencia a vastas regiones del país y, en algunos casos, ejercen un poder fáctico que rivaliza con el del Estado. Mientras se mantenga un discurso centrado en proteger la "soberanía nacional" sin asumir la necesidad de colaboración internacional o sin reconocer la gravedad del problema, será imposible avanzar. Los señalamientos de gobiernos extranjeros —como el de Estados Unidos— sobre la penetración del crimen organizado en estructuras de poder local deben ser analizados con seriedad, no descartados automáticamente por motivos políticos.

Además, el Estado mexicano debe replantear su política de seguridad desde una perspectiva realista. Esto implica dejar atrás el discurso ideológico de la “austeridad republicana” cuando se trata de garantizar la integridad de quienes ocupan cargos estratégicos. Proteger a los funcionarios con vehículos blindados y seguridad personal no debe verse como un privilegio, sino como una medida necesaria en un país donde las amenazas son constantes y letales. Esta protección debe extenderse a los tres órdenes de gobierno y no limitarse a criterios políticos o de afinidad ideológica.

La violencia política no solo pone en riesgo a los funcionarios públicos; debilita las bases mismas de la democracia y del Estado de derecho. Reconocer la magnitud del problema no es un signo de debilidad, sino el primer paso para una respuesta institucional eficaz. Minimizar la violencia desde el discurso oficial puede calmar las redes sociales o generar titulares complacientes, pero en las calles, donde se vive la realidad más cruda, las balas no solo destruyen cuerpos: destruyen también la confianza en las instituciones.

Iván Arrazola es analista político y colaborador de Integridad Ciudadana A.C. @ivarrcor @integridad_AC


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/CR

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