Columnas
Uno de los fines centrales que persigue la reforma judicial, y que ha quedado encubierto o, al menos, medianamente ajeno del debate público, es el establecimiento de un entendimiento determinado de Constitución. Actores políticos, juristas y académicos afines a la 4T han externado una reticencia importante para admitir que la realidad constitucional actual supone que la Constitución no solo determina quién gobierna, cómo lo hace y hasta qué límites puede hacerlo, sino también y primordialmente, qué es lo que debe mandarse a partir de una orientación política-constitucional democrática y plural.
Las visiones garantista y principialista del derecho constitucional han sido duramente criticadas por la hegemonía política actual, al nivel de sostener que cuando la Suprema Corte de Justicia dicta sentencias que acuden a interpretaciones abiertas de la norma fundamental o implementan herramientas como la ponderación, la razonabilidad o la primacía de los tratados internacionales, en realidad, el alto tribunal se está atribuyendo facultades meta constitucionales con el propósito de subordinar a los otros poderes de la Unión y desconocer la voluntad de las mayorías electorales.
Desde luego que nadie podría estar en contra de repensar los presupuestos y fundamentos del constitucionalismo mexicano, al menos, a partir de la convicción de que podemos construir una teoría de la Constitución más sólida que sea capaz de dar respuesta satisfactoria al fenómeno jurídico vivido en México de tener una Constitución sustantiva que no ha podido ser adecuadamente garantizada -me refiero a la razonable satisfacción de derechos humanos esenciales como la salud, la educación, la vida, la seguridad pública, la vivienda, entre muchos otros-. Sin embargo, la propuesta de nuevo constitucionalismo que trasluce bajo el velo de la reforma judicial no va enderezada hacia ese rumbo, sino que aún más y en apariencia,pretende implantar una regresión de lo que habíamos alcanzado hasta ahora, al estimar que derechos, principios y fines pueden ser válidamente desconocidos o abolidos por las mayorías coyunturales que sean tentadas a ocultar la voluntad general y sustituirla por otra voluntad –la de los poderes constituidos- que posee la apariencia de ser legítima, y si para ello hace falta reformar la Constitución, se puede inclusive llegar a promulgar una nueva.
La reformulación de este nueva teoría de la Constitución no puede asentarse sobre esa base, como tampoco debería desarrollarse como un fenómeno de todo o nada: algo que se tiene o no se tiene en absoluto, sino que su configuración tendría que ser un proceso que admite grados e intensidades. Hablar de democracia bajo el único estándar de que en un país se realizan elecciones “competitivas”, pero no se materializan mejoras notables en el ejercicio de los derechos fundamentales ni se materializan en forma de políticas públicas y leyes las demandas de toda la ciudadanía, incluidas las minorías, garantizando además que,cuando ello se vulnere exista un poder independiente y autónomo que lo garantice, es inexacto, mucho menos podríamos pensar en una democracia constitucional.
Obiter dicta.
En la actualidad en México, el constitucionalismo que se pretende instaurar tiene como elemento legitimadorfundamental la democracia representativa y, en consecuencia, el omnímodo poder de las mayorías coyunturales que legitiman a los poderes constituidos para hacer lo que mejor consideren, en tanto capaces de modificar todas las reglas -incluidas las constitucionales- para adaptarlas a los criterios de oportunidad política que mejor convengan, en esa lógica, control judicial y derechos humanos son un trasto incómodo que, como sostenía Schmitt, pueden ser removidos por el decisionismo político .