El poder tiene un carácter demoniaco, cuya característica principal es la tendencia a su abuso, por ello no quiere ser controlado. Así lo explicó Loewenstein.
Esta cierta e irrefutable noción sobre el poder la podemos presenciar casi en cualquier país y época del mundo, aunque con distintas modulaciones. El gobierno ejerce poder político, y ese poder encierra la semilla de la degeneración, por eso, éste debe separarse y controlarse a través de mecanismos constitucionales que protegen al Estado en su conjunto, incluso, del propio gobierno.
Apoyado en estas nociones, a partir de los años 90 nuestro Poder Reformador comenzó una ruta constitucional de construcción de autoridades y órganos autónomos, a los que la Constitución asigna una finalidad específica para la realización de ciertas funciones que, por la relevancia que tienen para el Estado mexicano, deben desarrollarse sin criterios de oportunidad política.
Parece que es una verdad evidente que no requiere explicación: gobierno y Estado no son lo mismo; el primero, toma las decisiones de la administración y lo hace, desde luego, bajo una concreta ideología política, idealmente, dentro de los márgenes que la Constitución ofrece. En cambio, el segundo es la estructura organizativa que conforma el espacio público en el que todas las relaciones políticas, sociales y económicas tienen lugar, por ello, su realización ha de ser plural, objetiva, imparcial, equitativa y garante de la dignidad y los derechos humanos.
Las autoridades u órganos autónomos, en tanto cumplen funciones del Estado –que no del gobierno-, deben estar alejadas de la influencia de los partidos políticos y del gobierno en turno, pues éstos se encuentran permanente enfrascados en una lucha política y actúan bajo estos criterios de interés.
Los órganos autónomos tienen 3 características esenciales: i. Neutralidad política; ii. Especialización técnica; y, iii. Eficacia operativa, desde las cuales funcionan para la protección y el correcto desarrollo de derechos humanos; el acceso a la información y la protección de datos; la educación pública; la actividad económica; la rectoría del desarrollo nacional en áreas estratégicas y prioritarias; el sistema democrático-electoral y la competitividad, entre otros ámbitos, todo con la finalidad esencial de asegurar el pleno ejercicio de la dignidad de las personas, grupos y colectivos.
Al hacerlo, deben ordenar, revisar, revocar, reajustar y reorientar distintos actos que provienen tanto de autoridades y órganos estatales, como de actores del sector privado, actividad que, desde luego, implica un control sobre unos y otros; por ello, el INE, el INAI, la COFECE, el IFT o el Banco de México, entre otros, son autoridades que incomodan.
Sin embargo, a pesar de esa incómoda presencia, en las democracias más fuertes como Reino Unido, Alemania, Francia o los Estados Unidos, la tentación de eliminar a las autoridades independientes no ha encontrado campo fértil, sino por lo contrario, su fortalecimiento es una constante.
En el México democrático actual, debemos mantener el modelo de autoridades autónomas.