Columnas
La posesión de legalidad era, para los antiguos griegos y romanos, parte constituyente de su libertad, al reconocer en su ciudadanía, tanto el derecho, como la obligación. No es una abstracción, sino una concretud, porque la contraparte de un “ciudadano” -en ese contexto-, eran los “esclavos”, sujetos exentos de obligaciones, pues sus “señores”, portadores de su tutela, eran los responsables de las acciones de sus dependientes.
La posición de “excepción de obligaciones”, hizo “cómoda” semejante situación -aunque sorprenda hipócritamente a tanto contemporáneo-, pues, sobre todo en Roma, los esclavos podían tener varios reconocimientos, como la propiedad o que sus hijos nacieran libres. Baste recordar al famoso Trimalción, personaje de la novela de Apuleyo El asno de Oro, organizador de un banquete tan ostentoso como vulgar, pero parecería increíble que fuera un esclavo el patrocinador. Había esclavos que podían acumular más riquezas que sus propios señores, que jamás renunciaron a su tutela, porque la comodidad de no ser responsable, siempre será más mediocremente tentador que asumir la égida impositiva de la ley, con todas sus incomodidades y gracias.
Al conjunto de entes, dependientes de las determinaciones de otros, guarecidos por la comodidad de la irresponsabilidad y el consumo de sus beneficios, se les denominó “clientela”. Los “clientes” son dependientes de un señor al que incluso le pueden rendir una gran simpatía, al grado de tomar el nombre de su familia como propio, e integrarse a la comunidad de hijos de un omnisciente padre que siempre velará por el bien de sus criaturas bien amadas, pues amor, con amor se paga.
Esclavitud e irresponsabilidad, a pesar de lo cómodo que suena, haciendo soñar a tanto luchador de causas particulares, en donde el sometimiento a las leyes -peculiarmente, eso que hace libre al ciudadano-, resulta de una incomodidad comprendida como algo idiota para un mundo donde la odisea de la república, marcaba la grandeza de los libres, que esos sí, como Hércules luchando contra las fuerzas trascendentes de su hado, obtiene la grandiosa dignidad que solamente la epopeya eleva a la altura del arte.
Los dependientes jamás conocerán la gloria de la libertad, y el término república, con sus leyes, les será poco menos que nada. Mientras la materialidad predomine, y como bestias alimentadas tras las rejas, no se quejarán hasta que les falte el nutrimento para tragar, o un libertador tenga la osadía de tirar sus barrotes y decirles: sean libres.
La desgracia del irresponsable, subyace en su símil animal con las bestias, a las que no se les puede exigir nada, pero para una república, la defensa de semejante insensatez, no sólo es vergüenza, sino la garantía para que sean los peores de una sociedad clientelar, los amos absolutos de un montón de amorosos y viles esclavos.