Columnas
Mala idea aquella de romper los diques que contienen al poder. Bajo una concepción que pretende interpretar los usos y abusos del poder desde una óptica popular, asumiendo que el que paga los platos rotos, es al que a perpetuidad se le adjudica “inocencia”: el “pueblo”, no nos permite dimensionar los costos reales del poder desmesurado.
No, hoy no pretendo centrar mi argumento en torno a los costos que también paga el pueblo, sino de los peligros al interior del propio poder ilimitado. Cuando en la Francia absolutista -que no “totalitaria”-, nació el estado moderno a través de la grandes monarquías de los siglos XVI y XVII, fortaleciendo imponentes maquinarias burocráticas que contradecirían el ejercicio ilimitado -e irracional- de una soberanía ejercida personalistamente, con pasmoso despotismo, pues, como Max Weber comprenderá, nacería gracias a un poder racionalizado, ejecutado por un funcionariado especializado, regidos por un instrumental tecnológico coordinado, funcionando como una máquina bien aceitada que cumple con la función de administrar el territorio y a sus habitantes de una manera consciente.
La construcción del estado fue tan exitosa, que fue capaz de destronar otras formas de ejercicio del poder, como aquellas que la Edad Media había mantenido -respetando autoridades locales, corporaciones y demás entes que vivían en torno al privilegio-. Por privilegio no nos referimos a los disfrutes y permisibilidades de las clases dirigentes, sino que en este grupo entra lo mismo un millonario que no paga impuestos, que un vendedor ambulante que usurpa bienes y servicios de la nación para su beneficio personal. En ambos casos, podrán alegar circunstancias de fuerza mayor para evadir sus responsabilidades legales, y salirse con la suya sin que autoridad alguna les obligue a acatar la ley.
La característica del estado moderno no fue el poder de un solo sujeto, sino el llevar la autoridad a rincones que jamás habían sido ordenados por la legalidad del país completo y donde el privilegio seguramente fundaba sus ordenamientos. La efectividad del poder absolutista no gustó a los privilegios, y el conflicto entre ambos grupos fue la constante de la era ilustrada, que pretendió remediarse a través de la génesis de un estado de derecho que al distribuir el poder, no sólo evitara la arbitrariedad hacia el pueblo, sino la total concentración de responsabilidad en una figura, como lo fuera el Rey, al que se le culpó de cuanto problema surgiera en una Francia que justamente idealizó la división de poderes a la manera inglesa, y la quiso imponer a como diera lugar.
Concentrar el poder es también asumir la responsabilidad de todo, hasta que la tensión se quiebre, y estalle entre las manos de su ejecutor (Rey o presidente). Cuando eso pasó, Francia tuvo una revolución y su monarca fue decapitado.