Columnas
Indudablemente existen circunstancias incómodas a las que el devenir de la historia nos enfrenta. Ante la gravedad del hecho, lo peor que se puede hacer es negar el acontecimiento, o refugiarse en una narrativa fantástica que en pos de una idealización, se despoje todo el sustrato fáctico del hecho, trabajando, no con el hecho mismo, sino con una ilusión -o ideología- de la que obtendremos conclusiones falsas o parciales.
El tema migratorio se encuentra empantanado entre los extremos de la propia magnitud del hecho y que, en la mayoría de los casos, debido a su crueldad de origen, pueden provocar que la sola mirada crítica represente o el tabú o la agresión. Ninguno de estos hechos abona para encontrar soluciones posibles, que no necesariamente se traducen en “las mejores”.
No simplemente las condiciones económicas de los países expulsores son la única motivante de estas salidas masivas, sino también condiciones políticas y sociales que degradan a sociedades lastimadas por la indolencia de sus propios gobiernos y de sus mismos conciudadanos. Venezuela o Cuba encabezan el listado de países que tienen la peculiaridad de ser gobernados por sistemas dictatoriales, que han crucificado a sus nacionales en pos de la realización de sus ideologías y la incapacidad de sus corrompidas élites gobernantes. Dos países que en sus momentos fueron inmensamente ricos (la Cuba de finales del siglo XIX y la Venezuela del siglo XX, llegaron a encabezar el enlistado de países ricos de la América Española), hoy medran entre la contaminación facciosa de sistemas que, en lugar de asumir su derrota histórica, se parapetan en la verborrea fanática de la ideología y de sus merolicos.
¿Hasta qué grado otro país puede o debe de asumir las consecuencias de los fracasos de las dictaduras? ¿Hasta dónde Naciones Unidas puede exigir la recepción de oleadas migratorias imponentes como las contempladas en la frontera México-Guatemala, o en el Mediterráneo? ¿Qué capacidad real tienen las naciones de arribo para recibir semejantes cargas de personas sin sufrir las consecuencias por ello? Son preguntas tan desagradables como de solución imperfecta, pero que deben de abordarse con soltura, porque también podríamos decir que los gobiernos expulsores fácilmente hacen mutis de sus responsabilidades, e incluso amenazan a sus poblaciones expulsadas mediante penalizaciones en caso de retorno. Cuando Cuba, con la mitad de su población exiliada, o el 30% en Venezuela, apelan a su dizque superioridad moral, basta con observar las tristes condiciones con las que seres humanos nacidos en aquellas naciones llegan a otras tierras que pueden no tener capacidad para incluirlos, sin traerles consecuencias a sus propios ciudadanos a los que objetivamente se deben.
Atender las causas no es reconocer a sus gobiernos miserables, o seguir permitiendo que estas personas sean el botín de demagogos y delincuentes transnacionales.