¿Qué es un amigo? Es la costa tras el naufragio. La mano tendida cuando todo depara el final, y todo se reduce al instante de la salvación. El amigo no puede ser exclusivamente valorado por los grandiosos momentos en donde la vida ofrece sus encantos con total desparpajo, y no hay nubarrones que nos arrojen a la cara las obvias limitaciones que como mortales tenemos.
Cuando todo es el navegar con aguas tranquilas, si bien el momento se enaltece, no lo podemos relacionar con las desgracias con las que la vida del ser humano se consume, bajo la égida de la diosa Fortuna de la que somos sus impúdicos juguetes, a los que consciente y maltrata a voluntad. La amistad nos sonríe lo mismo en el triunfo que en la desgracia, y más allá que el juicio condenatorio, puede encontrarse al menos, un reconfortante abrazo que limpie nuestras frentes fatigadas por los avatares del camino.
Aristóteles considera que la virtud reclama con justicia el podio de la amistad ideal, aquella que trasciende la mezquindad del interés material o el simple goce carnal, que una vez seca la riqueza o la carne, se nos abandona como esos que espantados y antipáticos, son incapaces de valorar lo que de muy íntimo encontrara en el otro como para tenderle la mano en medio de la tormenta. Dejar al amigo rompe con la idealidad amistosa, y manifiesta la ruindad y la hipocresía con que en el fondo siempre se miró al que en los plácidos momentos se le comparara con un hermano, o como diría el poeta Horacio: “más que un hermano, porque a él se le escogió dentro de todos, bajo el auspicio de la diosa libertad”.
La amistad, más que un “otro yo”, es un “él querido”, pues no necesariamente puede haber tal vínculo que sus dones sean compartidos conmigo. Se le puede apreciar por su diferencia, por su otredad frente a mí, pero, ante todo, por la sola presencia que nos hace parar en la travesía para expresar el bien de la existencia, y sus múltiples tristezas, con la que los caprichos de un absoluto inasequible, nos somete como si fuéramos ese Tántalo castigado por ofrecer a los dioses un banquete con la carne de su propio hijo: el tormento de hundirse, antes de tocar el deseado bocado, soportando un hambre eterna.
Reflexionar sobre la amistad, en medio de un mundo valorador de la materia, cobra realidad cuando lo comprendemos no por lo encantador de su presencia en un mundo concupiscible -aunque también- porque en el amigo se encuentra el que a pesar del fracaso, del dolor y la violencia, sin el desprecio que acompaña a la derrota, es capaz de llamarnos “más que un hermano”.