La literatura oral es una expresión colectiva donde cada texto se realiza en el momento de su emisión y puede variar según el público, el tiempo y el espacio de su ejecución. Se trata de obras vivas y abiertas a la creatividad del hablante y el escucha. Sin embargo, el surgimiento de la palabra escrita y la imprenta clausuran la evolución de los textos y cobra fuerza la noción de autoría.
El Renacimiento atribuye los procesos artísticos, la especulación científica y el desarrollo de la técnica a personas concretas. Leonardo da Vinci, por ejemplo, encarna la imagen de un ser excepcional, escindido de la masa y capaz de firmar su obra para evitar confusiones y mezclas. Al mismo tiempo, el individualismo se fortalece con las tesis de Lutero y las reflexiones de René Descartes; para el primero la salvación es un hecho individual y el segundo considera que el pensamiento es la base de la existencia: cogito, ergo sum.
El Siglo de las Luces, que culmina con la Revolución Francesa, festeja el racionalismo y cree, como Protágoras, que el hombre es la medida de todas las cosas, pero también enaltece, desde la perspectiva romántica, al genio creador, dotado de poderes espirituales, encarnados en autores como Heine, Hölderlin, Goethe y Byron, cuya personalidad pareciera volcarse en sus obras; por lo cual Hegel consideró que la poesía es un discurso verdadero, una especie de biografía del poeta.
Esta conjetura representa la consagración del autor, pero también señala su punto de quiebre, ya que en la segunda mitad del siglo XIX, los poetas simbolistas rechazan la egolatría narcisista para dar cabida al alter ego, a la presencia del otro, como lo expresa Rimbaud en su famosa frase: “Je suis une autre”; lo cual supone la asunción de personalidades diversas, mediante el uso de las máscaras o el juego de las heteronimias y pseudónimos, practicados por Kierkegaard, Pessoa, Antonio Machado, entre muchos otros.
En este sentido, el poeta simbolista Stéphane Mallarmé reconoce que en la poesía el lenguaje es el verdadero protagonista y un poco después, según nos lo recuerda Borges, Paul Valéry pensó en una historia de la literatura sin mencionar una solo nombre de autor, para recuperar solamente la fuerza del espíritu, como productor y consumidor de las obras del arte literario.
El autor argentino, en su ensayo “La flor de Coleridge”, nos recuerda a Shelley, para quien todos los poemas proceden de un texto infinito; después recurre a Emerson, que refrendó la idea anterior al afirmar que todos los libros del mundo han sido escritos por una sola persona, acaso el dios de la Cábala o un demiurgo de los que imaginada Platón. Lo cierto es que, a partir de los estudios del sueño desarrollados por Freud y la aparición del surrealismo de André Bretón, renace la idea del arte como una expresión colectiva.