Decretar la muerte de Dios, o del autor, se dice fácil, pero lo difícil es asistir a sus funerales, ya que se pueden oscurecer las ideas, los conceptos, las emociones y las doctrinas, pero su vivencia trasciende los enconos temporales para manifestarse, si se quiere, de manera encubierta en los diversos rituales de la cultura.
Al inicio del siglo XX, las vanguardias literarias intentaron desligarse de la paternidad abrumadora del autor, mediante su marginación u obligándolo a asumir el papel de “autor editor” o responsable adjunto de la estructura preliminar de la obra, pero no de su contenido estético o ideológico.
Para ello, se afirma que el poeta, o el creador, ya no es el centro del cosmos sino sólo uno de sus habitantes. Al genio inspirado, se impone la técnica y la posibilidad de que ésta sea aprendida y replicada, a la manera de un cadáver exquisito; poema colectivo que borra las señas de identidad del autor, o bien, aparecen las esculturas de Marcel Duchamp, quien retoma los productos de la industria de la manufactura en serie, como los inodoros, y los exhibe en calidad de obras artísticas.
En consecuencia, el autor atraviesa un proceso de descentralización debido a las nuevas concepciones del tiempo y el espacio, a la velocidad de las comunicaciones, a los traslados de las personas entre los países y continentes y a la integración de una comunidad mundial, unida por los globos aerostáticos y, sobre todo, los aviones, que a los ojos de los poetas futuristas eran rebaños de ovejas celestes.
En este contexto, los poetas parecieran poner la mirada más en el universo que en los hombres, pues creadores como José Martí, Vicente Huidobro y André Breton confían en su resplandor y también en su claridad de espejo como medio para resolver o, por lo menos, replantear los enigmas presentes y pasados del arte literario. Dicha visión habrá de prosperar a medida que las vanguardias se diluyen y sus obras empiezan a influir, en un ciclo posterior a su efervescencia revolucionaria.
Así, en Seis personajes en busca de autor, drama de Luigi Pirandello, las criaturas cuestionan al autor que las ha imaginado, pero sin darles un papel para actuar. El mismo diálogo de frontera, se establece en Niebla, novela de Miguel de Unamuno, donde el personaje Augusto Pérez desafía a su autor y le dice que él podrá vivir en cada lector que lea la novela, mientras que Unamuno, por ser un personaje de carne y hueso, sólo tendrá una vida muy limitada.
El resultado de esta querella es que los personajes terminan devorando a sus autores; como ocurre entre Hamlet y Shakespeare; Celestina y Fernando de Rojas; don Quijote y Cervantes. Y es que la escritura, por su naturaleza, absorbe la realidad para convertirla en un hecho del lenguaje, alienado al reino de la ficción.