Columnas
Patrick Foulois, en The Economist, discute la validez de la analogía de las turbulencias financieras relacionadas con la IA, con los casos de las burbujas de las empresas dot.com y el caso de la fiebre de los ferrocarriles, tomando, como mejores ejemplos, el telégrafo y la luz eléctrica.
De entrada, el hecho de que los mercados hayan desplomado el valor de las empresas que han invertido en IA (Nvidia y MS, las más notorias), no quiere decir que, a largo plazo, la inteligencia generativa no vaya a ser altamente disruptiva y valiosa; simplemente reafirma el hecho de que normalmente los mercados tienden a sobre estimar el impacto de una tecnología nueva en el corto plazo, y a subestimarlo en el largo plazo.
En el corto plazo, hubo grandes pérdidas luego de una euforia en los 4 casos antecitados. De hecho, a Western Union, que tenía la mayor estructura de telégrafos a lo largo de Estados Unidos, por contar ya con las vías de comunicación, no le llegó siquiera un periodo de bonanza, porque esa tecnología, cuando podía ser rentable, rápidamente fue sustituida por el teléfono de Graham Bell. En cuanto a la luz eléctrica, la mejora industrial a los bulbos de Edison tiró por la borda los sueños de crecimiento de la primera empresa que la comercializó, basada en una infraestructura específica llamada “arco eléctrico”, que murió rápidamente.
En el largo plazo, nadie podría negar el impacto que han tenido el internet y los ferrocarriles, pero también fueron sobre estimados al inicio, en cuando a las ganancias que podrían traer en el corto plazo.
El entusiasmo en el medio financiero hace que las acciones de las empresas relacionadas suban y se siga metiendo dinero a ellas, pero hay un punto de inflexión en el que, no por meter más dinero en tiempo presente, los avances realizados se harán más rápido. No es así como funcionan los descubrimientos científicos ni los avances tecnológicos.
La burbuja se rompe en ese momento y luego hay un momento donde las acciones cuestan menos de lo que realmente valen. Con el tiempo, se supone, se llega a un equilibrio más real entre una y otra cosa.
Pero en el caso de los ferrocarriles y el internet era claro de dónde provendría su ganancia: de sustituir otros medios de transporte y otros medios de entretenimiento y de hábitos de consumo presenciales por herramientas de la red. En el caso de la IA, se ha desarrollado sin que nadie sepa bien a bien de dónde se va a monetizar, mediante el desplazamiento de qué otra cosa.
Por eso, en el hoy, simplemente es un servicio adicional de las grandes empresas tecnológicas (como un buscador con esteroides que ahorra algunos pasos) y un instrumento para que los malos alumnos y los malos profesionistas trabajen todavía menos.
Las empresas que desarrollan la IA tienen que librar al menos dos grandes batallas: la primera, el papel que se le asignará a los humanos para que sigan siendo necesarios (lo sean o no, es lo de menos), porque sin humanos con trabajo no hay consumidores y sin estos no hay mercado, ni de productos de IA ni de ninguna otra cosa. Su rival aquí no es “la ética”, sino los sindicatos y autoridades políticas. Los actores y guionistas ya demostraron que pueden doblar a las empresas que pretendan sustituirlos, así sean Disney y Universal.
La segunda, las cortas miras de los inversionistas comunes y corrientes de las bolsas de valores, que no tienen en mente “el nuevo mundo” que la IA puede crear en 10 años, sino las ganancias trimestrales, que ellos de ahí viven, y si no las hay, sacan su dinero y lo meten a otra cosa.
Es imposible saber cómo cambiará realmente la IA el mundo. De entrada, lo que parece que se necesitará en grandes cantidades son editores de contenido, verificadores de información y usuarios que puedan usar la IA como una biblioteca universal dialogante. Pero para eso necesitan, todos ellos, saber de lo que están hablando. Así que no saldrán de las filas de adictos a instagram ni twitter.