Columnas
A medio sexenio, la seguridad es la asignatura pendiente de este gobierno. No solo son los más de cien mil muertos que ha generado el crimen en los años de la presente administración -más que en los tres últimos regímenes-, sino la percepción de los ciudadanos; siete de cada diez mexicanos se sienten inseguros en sus localidades, y por género, en las mujeres la estadística llega al 80 por ciento.
La confusa política pública de seguridad ha provocado que el crimen organizado se convierta en un verdadero jinete apocalíptico que violenta cada vez más al país con asesinatos, masacres y la aparición de innumerables fosas clandestinas. Las desapariciones forzadas reconocidas llegan a más de 95 mil personas buscadas por sus familiares. El año pasado se incrementó la violencia política con motivo del proceso electoral federal. Precandidatos, candidatos, dirigentes de partidos, ediles, ex munícipes, legisladores, ex representantes populares y hasta jueces y magistrados fueron asesinados, secuestrados o amenazados por la delincuencia organizada que, al jugoso negocio del narcotráfico, la venta ilegal de armas, la trata de personas y el secuestro, suma ahora el financiamiento de campañas, la imposición de candidatos y la compra de políticos y policías.
En la reciente visita que hicieron representantes de la ONU a nuestro país, un comité especializado concluyó que el crimen organizado es responsable de las desapariciones forzadas en connivencia con militares y fuerzas del Estado. No hace mucho, un alto mando del Pentágono reveló que la tercera parte del territorio nacional está bajo el control de las mafias.
Tantos datos, tanta información sobre las actividades ilícitas de los delincuentes, como las masacres, la aparición de cadáveres, los encobijados, los descuartizados o colgados han creado un clima de inseguridad que incrementa la percepción negativa de los ciudadanos y fortalece la sensación de que se pierde la gobernanza.
El gobierno tiene perfectamente diagnosticado el fenómeno de la inseguridad y propone, con lógica, atender las causas sociales que la provocan, pero mientras se desarrollan programas sociales que reduzcan la pobreza, mejoren la educación, generen empleo formal bien remunerado, se cuente con viviendas dignas, se recuperen los espacios públicos y haya un verdadero sistema de salud eficiente que considere las adicciones como un problema de salud pública, el gobierno debe cambiar su filosofía de que con abrazos y no balazos se resolverá la crisis de seguridad.
El dejar hacer-dejar pasar solo provocó la muerte de casi 105 mil compatriotas y dejó un vacío que ha convertido al crimen organizado en un poder fáctico que no solo amenaza la gobernanza, sino socaba la tranquilidad y la paz pública, además de atentar contra el Estado de Derecho.
Los programas sociales, últimamente convertidos en asistencialistas, no necesariamente combaten la pobreza, porque la gente se acostumbra a la dádiva y no fomenta la productividad, y lo mismo sucede con las becas para estudiantes que no estudian: con otro inconveniente, es tan bajo el monto que ello no incentiva realmente a los jóvenes, tentados por enganchadores, para ser sicarios. Ello se demostró con el asesino de la activista en Guaymas, Sonora, quien pasó de limpiavidrios a matón fallido.
Esa realidad incrementa la sensación de inseguridad, además del hecho innegable de que tenemos diez de las cincuenta ciudades más violentas del mundo. La percepción de inseguridad no cambiará si el gobierno no endurece sus estrategias y hace uso legítimo de la fuerza, mientras consigue que funcionen los programas que buscan reducir la pobreza. En tanto, la seguridad seguirá como asignatura pendiente, y se acortan los tiempos.