Columnas
Pasan los años (y los sexenios) pero siguen las confusiones. De por sí es difícil hablar sobre función policial de fuerzas militares, caciquismo criminal, contrabando entre fronteras, captura del Estado, crimen organizado (que es más amplio que el narcotráfico), violencia e inteligencia para la seguridad. Es decir, es complicado hablar de cualquiera de esos temas, pero en la prensa y en el debate público en México, aparece todo como si fueran componentes de un mismo aparato tóxico que se moviera claramente y cuyo desmantelamiento debería provenir de una misma estrategia, compuesta sobre todo de voluntad política y populismo penal. Una estupidez y una tragedia, porque no se puede combatir lo que ni siquiera se entiende y no se quiere entender.
Hay un simplismo generalizado sobre las causas del fenómeno criminal. Por razones demagógicas o limitaciones reales, el discurso político mexicano subraya la convicción social de que el problema “es la corrupción”. Supongamos que es así, ok, pero ¿de quién? ¿de los que estaban? La violencia y el crimen no se detuvieron con los que llegaron. ¿De las autoridades políticas? ¿Policiales? ¿De los agentes económicos? El gobierno anterior, además, introdujo la idea de que el problema era la pobreza, entonces combatiendo esta se acababa con lo otro. Es falso, y paradójicamente estigmatizante de la base que dice representar. Cuando una persona cae en la pobreza, no se vuelve delincuente en automático, solo pobre. Los imperios criminales y las redes de macrocriminalidad no se forman de individuos pobres que delinquen por necesidad, sino de personas de todo tipo y extracción, porque es un tema de incentivos e impunidad.
Tampoco aceptan reduccionismo ni los delitos, ni los perfiles criminales. Nada tiene que ver el móvil de un homicidio entre vecinos rurales por límites de tierras, con el de un secuestro exprés en zona urbana, de una extorsión a pequeños comerciantes en municipios caciquiles, la distribución de piratería textil a gran escala o el tráfico de influencias para convertir una licitación pública en una adjudicación directa.
De la misma forma, un sicario, un proveedor de huachicol, un novio feminicida, el coordinador de un call center de extorsiones que opera desde una penitenciaría, un despacho de contadores que lava dinero o una empresa facturera, un narcomenudista de barrio y el líder de un cártel, ni son todos parte de una misma estructura, ni están siempre asociados en sus objetivos, ni hay una gran empresa de reclutamiento criminal que hace audiciones de gente pobre o sociópata para luego colocarla en distintas empresas criminales. Puesto así suena absurdo, porque lo es, pero cuando se trata de entender el fenómeno, se razona como si hubiera ese orden paralelo y monolítico de “los malos”.
También está extendida la fantasía que podemos llamar del Gran Agente. Se acaba creyendo que uno, dos o tres grandes grupos criminales, claramente estructurados, verticales, disciplinados internamente y claros en su delimitación territorial y de actividades, se dividen la totalidad o casi, de los delitos y la violencia en el país. Por eso es tan popular y vendible la narrativa de musical de pandillas de “el Buda” y “el Moco” peleándose por “la plaza”, y eso lo explica todo. Si alguien comete algún delito por su cuenta, será cuestión de tiempo -creemos - para que uno u otro lo mate o lo contrate, porque no concebimos el freelanceo criminal, y menos a gran escala, pues eso haría las cosas más difíciles de entender. Sobre este punto, la operación Enjambre deja ver un aspecto que no ha sido tan discutido en las notas; a saber, que un mismo funcionario de nivel medio municipal, en el Estado de México, puede estar relacionado con actividades ordenadas por Familia Michoacana, Jalisco Nueva Generación, Unión Tepito, Nuevo Imperio y Anti-Unión Tepito. Lo anterior deja ver, por un lado, que el alcance de los grupos es más difuso que el que se imagina en ese orden feudal mafioso, como si hubiera fronteras cerradas entre criminales. Pero por otro, que lo que no hay es un monopolio de la criminalidad y menos de la violencia. Este último punto es importante. Si el Estado no puede ser el agente monopolizador de la violencia, los agentes particulares menos, por mucho dinero o poder de fuego que tengan (que no tienen tanto como el Estado, nunca).
El corolario de todo esto es que ante un fenómeno complejo (en sentido técnico, es decir, un sistema de partes móviles que se afectan entre sí pero están bien identificadas cada una), debe haber una estrategia también compleja, o varias estrategias que corran por cuerda separada, así se diseñen y así se evalúen. Aunque al final se haga una sumatoria de resultados para efectos de opinión pública.