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La invasión de la Plaza Tolsá

La invasión de la Plaza Tolsá

Columnas viernes 02 de mayo de 2025 -

“No sé, ni me interesa (….)”. Fue la contestación de aquella mujer que jamás miró a la cara del joven estudiante de medicina que la encaró, cuestionando aquella conciencia del lugar al que le arrebató unos cinco metros largo, para poder expender sus helados con la comodidad del que jamás ha pagado algo por el sitio del que se apropia.

Esa actitud altanera y segura de quien se siente protegido por los criminales que le instalaron con otro montón de personas que expenden zarapes chinos y supuestas artesanías, es la misma que podemos observar en algo que cada vez los capitalinos corroboramos con indignación y repudio, a pesar de la hipocresía redentora de quienes justifican y hasta defienden a estas personas, ignorando la naturaleza clientelar de los líderes de ambulantes que lucran con nuestra milenaria herencia a través de sus vendedores.

El lugar usurpado es ahora la Plaza Tolsá, donde se encuentra uno de los más hermosos paisajes urbanos del mundo, pues el conjunto arquitectónico ostenta el edificio del Museo Nacional de Arte (MUNAL), con miles de piezas patrimonio de la humanidad. El edificio del otrora Real Colegio de Minas, hoy “Palacio de Minería”, administrado por la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) -habrá que preguntar a la UNAM qué opina de esto-, con ese neoclásico tolsaniano, que ha definido la belleza iluminista de la última etapa virreinal, que conjunto al monumento ecuestre de Carlos IV, constituyen dos grandes obras del maestro valenciano Manuel Tolsá, que siendo director de la Real Academia de San Carlos, no sólo dirigió la institución, sino que concluyó las obras de la Catedral Metropolitana y la cúpula de la Plaza Loreto, una de las más grandes en su género. En el mismo sitio, ya sobre la calle de Donceles, se encuentra el antiguo recinto del Senado de la República, y del otro lado, haciendo esquina con San Juan de Letrán, está el espléndido costado manuelino del Palacio Postal, en contrapunto con su isabelino majestuoso, demarcando el glorioso edificio de Adamo Boari, arquitecto también del vecino Palacio de las Bellas Artes.

Mi descripción puede incorporar, además, la casa de un dignísimo indígena -hoy un restaurante de cade-, orgullo nacional, que jamás se victimizó y que murió representando a México en Europa: Ignacio Manuel Altamirano, egregio intelectual quién siempre criticó el clientelismo miserable hacia los pueblos indígenas, así como la actitud paternal de los que no pretenden responsabilizarlos de sus actos, al verlos como pobres menores de edad.

Ese lugar, que no representa nada para la invasora, es parte indispensable del alma capitalina y del México moderno, un orgullo que conjunto a los otros sitios invadidos, no puede privatizarse a favor de líderes irresponsables y explotadores. Cuando la ciudad deje de santificar el vandalismo y ver con ojos idealizantes a grupos de invasores, la civilización finalmente llegará a nuestra contradictoria sociedad.


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