Su Majestad Constantino II, rey de los helenos, murió la semana anterior en Atenas, desapareciendo el último monarca griego, que como dijera en sus exequias su hijo y primogénito, el príncipe de Esparta, Pablo: “campeón olímpico”, pues el monarca fue ganador olímpico venciendo en vela, cuando siendo todavía el heredero de su padre, el rey Pablo II, conquistara la medalla dorada enmarcada en ese hermoso collar de hojas de olivo, encabezando el pie del sepulcro repleto de órdenes reales.
Un príncipe coronado con las tiara olímpica rememora a esos ganadores de la antigua Hélade, al lejano certamen en honor de Zeus, en cuya ciudad, Olimpia, se celebraban las competencias cuatrianuales con las que se medía la temporalidad lejana de la tierra de Homero, y donde tantos príncipes se inmortalizaron.
Como en los viejos tiempos, un príncipe de Esparta volvía a ganar el agón (competencia), y como en esos días de cantos enaltecidos por el poeta Píndaro, el futuro y entonces joven rey, era recibido con los honores de una ciudad volcada en torno a su coche descapotable al lado de su madre el reina Federica de Hannover. Un príncipe volvía a encarnar la ejemplaridad con que tiene el deber de dirigir sus actos. Los príncipes como aristos creadores de hábitos civiles, laureados con los atributos de su real potestad, tienen el poder de imponerse en un imaginario que es inspirador de acciones trascendentes, contribuyentes con el proceso civilizador de sus sociedades.
Los príncipes inspiran y construyen un imaginario, efectivamente, pero también pueden llegar a ser cabezas de los estados, con responsabilidades muy reales y con el riesgo de equivocarse, como sucediera al monarca una vez en el trono. Constantino II se confronta, como todo el mundo de la Guerra Fría, contra la amenaza comunista y de sus apóstoles radicales que creyentes en la sociedad sin clases, jamás limitaron sus miserias, combatidos igualmente de forma despiadada, por ejemplo, con la influencia de Estados Unidos, instaurando regímenes militares en Sudamérica, con desgraciados resultados.
La Helade del rey Constantino II, se enfrentaba a la permanente amenaza Turca, con la que siempre tuvo problemas de delimitación territorial, y a la que unía su sangrienta historia de ocupación otomana, teniendo dos guerras por la invasión a Chipre, que empoderando al bando militar, cuya influencia iría apresando la vida política del reino, en claro debilitamiento de los órdenes civiles y de la Corona. Al final, una junta militar se impone ante el monarca, que años después intentó librarse de una milicia que todos sabemos nunca suelta el poder cuando lo han conseguido. El desdichado rey fue obligado a abdicar y con él, la monarquía olímpica pasó a ser un canto más de una odisea sinterizada en la medalla del rey.