La oposición es todo en política, negar este principio es condenar una dinámica de suyo conflictiva, a un proceso de anquilosamiento que oxide el funcionamiento del sistema. Un principio maquiaveliano en Los Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio, se plantea que el conflicto es una realidad concomitante a la propia forma de ser humana. No es que el enfrentamiento sea voluntario, subyace en nuestra Constitución. Es una constante que, si apelamos a la historia, la podemos ver en todas partes.
El conflicto aparece, si no con unos, sí con otros. Brota con los denominados contrincantes, o con los autoproclamados partidarios. El gigantismo no es virtud en política, es más bien, una preocupación que debería de atormentar al hombre de Estado más conspicuo y medianamente enterado de los grandes documentos de la teoría política.
Resulta que carecer de contrincantes, delimita la esfera de la conflictividad a lo más íntimo, en una serie de luchas intestinas que degrada la naturaleza competitiva de la sociedad. En la tesis del filósofo florentino, el Imperio Romano marcó su fin cuando sus enemigos fueron doblegados por su poderío. Si es exagerada semejante tesis, no se borra el sentido, pues el escenario de todas las violencias ahora se traslada al corazón mismo del sistema: las instituciones, las leyes, las élites, etc., golpeándose todos entre sí para hacerse del poder.
La oposición provoca la contestación de la contraparte, siendo un factor de cohesión, genera un sentido identitario, al identificarse con determinada fuerza política. La oposición, al mismo tiempo, despierta el ingenio al que toda confrontación productiva provoca, y lo que es más importante: expresa la pluralidad de una sociedad sana, confrontante, participativa… o como diría el toscano: una república sana; una sociedad de ciudadanos que inevitablemente entabla querellas, y de éstas, las instituciones nacen y se fortalecen, como cuando nos recuerda el canciller florentino el conflicto de los tribunos de la plebe, figura que nacerá de la lucha de patricios y plebeyos, pero que con el tiempo, sería un legado que contribuiría a la estabilización del imperio por su concesión de derechos al sector plebeyo.
El presidente de la República, utilizando tradicionalmente de patíbulo el Palacio Nacional, señalando a un supuesto grupo opositor, nos recuerda las peores escenas del totalitarismo, en donde la calumnia deviene en miedo por teorías conspirativas fantasiosas, que los dogmáticos partidarios asumen como credo, con riesgo de convertirse en pretexto de fanáticos violentos. Una psicosis colectiva, debido a una supuesta conjura que a nadie consta, enrareciendo un entorno político repleto de retos, que no puede desviar su atención con paranoias vulgares.
Al presidente le debería preocupar que la oposición sea tan débil, y que su propio grupo, como los viejos pretorianos, no terminen por devorarse entre sí.