Columnas
Hace unos días, conversaba con un amigo sobre cuestiones literarias y poéticas y sobre el tema de la tradición en general y en la literatura en particular. En algún momento surgió la cuestión de la tradición occidental o algo así, o sobre la idea de Occidente en todo caso, ante lo que mi interlocutor atajó diciendo que no estaba de acuerdo con el hecho de que sólo se pusiera atención a lo que se produce en Francia, España, Inglaterra o Estados Unidos, lo que supone que, para él, occidente era y es eso, complementando luego el argumento con lo que ya se pueden ir imaginando: que había que voltear a otras culturas, y a los pueblos originarios y un largo y cansón etcétera.
La conversación ya no pudo seguir, y yo me quedé con las ganas de profundizar en el asunto, pues considero errónea por completo la idea de que occidente (vamos a quedarnos ya con la palabra en minúsculas) se reduzca a las naciones que flanquean el Atlántico en sus dos extremos, que es a lo que normalmente se suele confinar el tema circunscribiéndolo a la categoría geográfica, en virtud del cual occidente vendría siendo el territorio donde habría tenido lugar el desplazamiento geopolítico y civilizatorio que va del oriente planetario cuando se sitúa en el centro a Europa, y que se mueve en función de una tendencia hacia el oeste y que desemboca en América.
Todo lo que está afuera o por “debajo” de esa estructura geopolítico-civilizatoria tendría que ser considerada como realidades culturales en estado doliente de víctimas en opresiónperpetua, que es lo que se encargó de repetir hasta la náusea Enrique Dussel, uno de los personajes más nocivos que produjo el sistema universitario mexicano y latinoamericano y de los principales responsables de la nauseabunda Escuela del Resentimiento neo-tercermundista que nos quiere ver a todos los que hablamos español y somos heterosexuales como víctimas dominadas por el eurocentrismo hetero-patriarcal y ecocida y en grito de desesperación permanente en demanda de una supuesta liberación de todo y hacia no se sabe nunca donde diablos (acabo de estar en una presentación de libro en la Universidad Autónoma de Querétaro, y vi con amargura dantesca a una pobre joven estudiante de filosofía con sus pocos años y toda la vida por delante arruinada por el odio y el resentimiento que algún cretino o cretina dusseliano anti-eurocéntrico y postmoderno le inoculó).
Pero es que para mí occidente no se reduce solamente a la categoría geográfica. Occidente es una idea y es sobre todo un proceso de propagación de una serie de estructuras de racionalidad que tienen la virtud de estar presentes de manera práctica en nuestra vida cotidiana más puntual y milimétrica (actualismo). Tales estructuras son las de la filosofía griega, principalmente el corpus aristotélico, el judeocristianismo (el corpus bíblico) y el derecho romano (el corpus justiniano), es decir, las configuradas en función del triángulo civilizatorio de Atenas—Jerusalén—Roma.
La computadora desde la que un dusseliano desquiciado da sus clases anti-eurocéntricas y resentidas vía Zoom, así como el contrato mediante el que la universidad pública que lo tiene que soportar lo tiene en su nómina, y la religión que se profesa en la iglesia más próxima a su casa, a no ser que se haya mudado a Islamabad para despotricar a gusto contra “occidente”, son objetos, instrumentos y estructuras sociales que lo envuelven, que no están en un museo y no son objetos de estudio, sino realidades materiales que posibilitan su vida cotidiana en función de desarrollos históricos que tienen su origen en ese triángulo fundamental.
Occidente, por tanto y en definitiva, no es un lugar en el mapa: es un conjunto histórico de procesos científico-tecnológicos, productivos y filosóficos que tienen hoy al mundo funcionando de la forma en la que lo conocemos y sin que haya, sobre todo, vuelta atrás. No es una forma de “nombrarlo”, es una forma de configurarlo prácticamente, de construirlo.