Los dirigentes populistas de la actualidad suelen ser capaces de mantener por mucho tiempo altos niveles de popularidad, pero ello no es necesariamente reflejo de una buena gestión de gobierno y tampoco garantiza la permanencia de una “herencia política”. Véase por ejemplo, el caso del presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, quien ha tenido el control casi absoluto del gobierno de su país desde su elección como mandatario en 2016 y se ha mantenido todo el tiempo como uno de los gobernantes más populares del mundo. Sin embargo, los resultados de su labor son bastante magros. Según reconoce el propio Duterte, la virulenta guerra contra las drogas, declarada por él al iniciar su administración, ha fracasado pese a haberse pagado un altísimo costo humano. Al menos 8,000 personas ha sido asesinadas “en caliente”, siendo las víctimas filipinos pobres. La administración ha manejado mal la pandemia, menos de la mitad de la población está completamente vacunada. La economía se redujo en casi un 6 por la pandemia y no tiene visos de recuperarse pronto. Los índices de pobreza siguen siendo muy altos, la campaña anticorrupción ha sido un fiasco y los proyectos de construcción de grandes infraestructuras están plagados de retrasos e irregularidades. Sin embargo, el índice de popularidad del presidente es impresionante: 72 por ciento de aprobación.
Pero este año se celebrarán elecciones presidenciales en Filipinas (donde no existe reelección) y las perspectivas para Duterte y su legado político son muy pobres. El año pasado, cuando declaró la posibilidad de presentarse como candidato para vicepresidente (una jugada constitucionalmente dudosa) la repulsa popular fue enorme y la idea fue desechada. Duterte ya huele a pasado. La clase política lo está abandonando, empezando por su propia hija, Sara Duterte, quien renunció a sus aspiraciones presidenciales para postularse como vicepresidenta en la fórmula encabezada por el hijo del ex dictador Ferdinand Marcos, quien se hace llamar “Bongbong” y es adversario del presidente. El partido de Duterte se está desintegrando. Quien era el “delfín designado”, el senador Bong Go, se ha retirado de la carrera presidencial y el partido gobernante aún no tiene candidato para a jefatura del Estado.
Para colmo, al parecer los últimos meses de la presidencia de Duterte se verán afectados por un creciente escándalo de corrupción relacionado con una compañía farmacéutica beneficiada con contratos gubernamentales descomunales durante la pandemia. La corrupción se mantiene en Filipinas a tambor batiente, en las mismas dimensiones de siempre, a pesar de las muchas promesas del presidente de erradicarla. Tenemos entonces a un populista quien arribó al poder arrasando en las urnas como “defensor del pueblo” y “azote de las élites”, pero cuyo gobierno fue mediocre (por decir lo menos) y estuvo manchado por la corrupción y la impunidad. ¡Vaya legado!