Columnas
Fabiola Sierra
Nuestra vida pública atraviesa tiempos convulsos. A pocas semanas de las elecciones intermedias, desde el púlpito de las mañaneras, el presidente de la República apunta su dedo flamígero hacia una abstracción que denomina “neoliberales”, “conservadores”, “neoporfiristas”, un colectivo vario pinto con un común denominador: no comulgar con el catecismo de la Cuarta Transformación.
Las últimas semanas no han sido del todo buenas ni para el presidente ni para Morena, coalición política de la que aquél es amo y señor indiscutible. El INE retiró dos candidaturas que le resultaban muy importantes y, contra todos los vaticinios, dicha resolución fue confirmada por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Si esto cayó mal en Palacio Nacional y en las filas de quienes militan en la 4T, seguramente el malestar se agudizó al enterarse de la tragedia ocurrida en la Línea Dorada del Metro de la Ciudad de México, que costó la vida a veinticinco personas y dejó más de ochenta heridos. Es justo decir que el malestar no es causado por la empatía hacia las víctimas o sus deudos, sino a que las responsabilidades de todo ello apuntan directamente a los dos perfiles en la línea de sucesión: Marcelo Ebrard y Claudia Sheinbaum, poniendo en entredicho la continuidad del proyecto.
Como el desplome del metro amenaza con derrumbar la propia sucesión, se requirió del uso de cortinas de humo. Por eso, aquél a quien según convenga la ocasión, pretende camaleónicamente encarnar a Juárez o a Madero y, evocando los espíritus de Huerta y Lane Wilson, insinuó de nueva cuenta la existencia de planes de un golpe de estado del que nadie más que él tiene noticias.
Hundiéndose en esas extravagancias, el Gobierno Mexicano envió una nota diplomática al Gobierno de Estados Unidos, en la que acusó una supuesta intervención a la soberanía nacional, cifrada en el presunto financiamiento a Mexicanos Contra la Corrupción, asociación civil que identifica con un movimiento opositor a su gobierno.
En palabras llanas, un golpe de estado implica hacerse del gobierno rompiendo con el orden constitucional. Enviar iniciativas de ley que se saben inconstitucionales, a un Congreso sometido a la voluntad del Ejecutivo por causa de una ilegal sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados y apostar a que las mismas, obtengan el aval de una Suprema Corte de Justicia doblegada; atentar contra el principio de no reelección; desaparecer los órganos autónomos constitucionales que escapan de su control; atacar un día sí y otro también al INE, preparando el infundado alegato del fraude electoral; y el empleo de las fuerzas armadas en funciones que les resultan abiertamente ajenas y prometerles, a modo de soborno, los futuros ingresos del Tren Maya y del Aeropuerto Felipe Ángeles, llaman a la sospecha.
Así, cuando en Palacio Nacional se habla de un golpe de Estado no necesariamente debemos tener por cierto que sea en agravio de quienes ahí operan. Tenemos que preguntarnos, exactamente ¿quién sería el golpista?