Cada que inicia septiembre me da por temblar y no sólo de miedo, porque en la historia de nuestra CDMX, en los últimos 40 años, sucedieron los dos peores terremotos en la misma fecha. Cualquiera que viva aquí con esos datos y lo que implica ser chilango, ya debería estar acostumbrado, sobre todo si viaja en combi. No, también tiemblo porque es el mes de nuestras fiestas patrias en las que bebemos y degustamos nuestra maravillosa gastronomía y que hace temblar también a mi báscula al subirme.
Pero por si esas razones no fueran suficientes, este año se suma una más: la pandemia.
La seguridad de estar en casa se ve amenazada con la posibilidad de un sismo. Si el hecho de una enfermedad que ponga en jaque a nuestro sistema de salud es preocupante, más aún lo es una tragedia que colapse dicho sistema, de por si ya derrumbado por la falta de suministros y mantenimiento a la infraestructura, que pueda atender a un porcentaje importante de la población.
Por eso, cuando este mes inicia crecen más que nunca todos mis temores, pues estoy convencida de que, ante cualquier circunstancia de las narradas, incluida alguna que pudiera provenir de los festejos, la salud de los mexicanos no está garantizada, lo cual, aparte de la vulneración a un derecho fundamental que es el derecho a la salud, hace que todos nos pongamos a temblar por no contar con los recursos que nos permitan atender esa necesidad.
Y ya ni hablamos de los seguros de gastos médicos cancelados, que hacen impagable ese servicio, vedando la posibilidad de atender el tema en la iniciativa privada que también colapsa nuestro bolsillo por esa situación.
Así es, el estado de salud de nuestro sistema de salud es grave; debemos trabajar en ello, procurando que los recursos fortalezcan las estructuras de salud y las hagan accesibles para todos, antes de que retiemble en su centro la tierra.