Ismael Carvallo Robledo
El día de ayer pude escuchar a la profesora Josefina Zoraida Vázquez de la Academia Mexicana de la Historia en una conferencia sobre Benito Juárez, que impartió en el contexto del programa especial de conmemoración del 150 aniversario luctuoso del líder de la Reforma y de la restauración de la República organizado por el Espacio Cultural San Lázaro de la Cámara de Diputados.
Como acordes iniciales de su conferencia, la profesora Vázquez hizo dos afirmaciones contundentes y que dieron en el clavo, en el sentido de que Benito Juárez representa fundamentalmente dos cosas para México: por un lado, es la encarnación de lo que podría significar un verdadero milagro de la historia; y por el otro, él es el ejemplo más extraordinario de la función transformadora de la educación.
Que un indio zapoteca que pudo hablar español hasta muy entrado en juventud, y proveniente de un sitio tan lejano como Guelatao Oaxaca y de extrema pobreza terminara levantando el edificio de la nacionalidad mexicana según palabras de Andrés Molina Enríquez, además de llegar a ser considerado por reputados historiadores como uno de los estadistas más importantes del siglo XIX a nivel mundial, es una muestra definitiva de lo que la correcta combinación de esfuerzo, talento, determinación, disciplina y carácter pueden hacer con un hombre o una mujer.
Sé que hay un debate abierto en torno al contenido y orientación del modelo educativo nacional para el 2022, y la verdad debo decir que soy ciertamente muy escéptico, por no decir crítico, con todo lo que huela a innovación pedagógica, bien sea desde la perspectiva moderna, emotivista y progresista, bien sea desde la perspectiva de las pedagogías del oprimido. En el primer caso, el estudiante es visto como un puñado de emociones burguesas y cursis, en el otro como una víctima perpetua. Yo no me identifico con ninguno de estos supuestos.
Mi educación personal ha sido muy regular y estándar (nací en 1974): primaria pública, secundaria y preparatoria privadas pero en una escuela relativamente pequeña y barata a la que me inscribieron mis padres por el hecho de tratarse de una escuela cerca de la casa, y universidad privada, donde me titulé como ingeniero industrial. Me considero un privilegiado en todo caso (pude estudiar también posgrados fuera de México), y por eso me siento también responsable.
Aprender inglés fue siempre una prioridad para mis padres, pero no creo que haya sido una obsesión apanicada como me parece que lo es hoy en día. Nunca me he acercado a ese idioma como un acomplejado, y jamás me he sentido –ni me pienso permitir sentirme– culpable por hablar español.
Por otro lado, en ninguno de los casos, y sobre todo en la escuela pública, me sentí manipulado, ya sea en un sentido individualista, ya sea en un sentido clasista o machista o patriarcal. Yo solamente me consideré un alumno común y corriente en escuelas más o menos comunes y corrientes.
En todo caso, me considero un autodidacta de cuerpo entero. Por eso me cuesta luego tanto trabajo tener un juicio formado sobre los “modelos” educativos (habrá que dedicarle tiempo a estudiarlos), pues yo soy en realidad producto de un conjunto muy definido de obsesiones intelectuales (por la historia, la política, la filosofía, la ciencia y la literatura) que, a partir más o menos de mis 25 años, pasaron a convertirse en una poderosa matriz personal configuradora de lo que soy.
Suelo decir eso sí, que, si me preguntaran por algún modelo educativo de mi preferencia, yo me inclinaría por el que hizo posible la existencia de alguien como Benito Juárez, o el que también hizo posible que una generación de jóvenes soviéticos pusiera en órbita el Sputnik 1 en 1957. Ni víctimas ni niños sensibles a perpetuidad: estadistas, científicos y patriotas es lo que, en definitiva, exigiría yo de un modelo educativo.