Columnas
Enrique Peña Nieto seguramente escribe historia sin h, piensa que Cuauhtémoc es el nombre de un Eje vial y que Miguel Hidalgo es una delegación de la Ciudad de México. Pero no tiene el monopolio de la ignorancia histórica: Vicente Fox también se las gasta en los mismos términos.
▶ Lo más cerca que estuvo de la historia el hombre de Guanajuato fue unos días después de haber protestado como Presidente de la República: "Ahora sí me siento cargando la piedra del Pípila, o más grande, cargando esta responsabilidad". Su otro momento fue cuando se indignaron los nacionalistas trasnochados por haber retirado un cuadro de Juárez.
Felipe Calderón era todo lo contrario, un lector voraz de historia, con admiración por Morelos y, sin embargo, la celebración por el Bicentenario de la Independencia y el centenario de la revolución fue uno de los mayores fiascos de su gobierno, salió peor que una kermess de pueblo.
Durante la segunda mitad del siglo XX fuimos adoctrinados bajo la verdad histórica que escribió el sistema político priista en los libros de texto gratuitos, pero la historia oficial comenzó a venirse abajo en la década de 1980 y para el año 2000 ya estaba sepultada. La sociedad finalmente tuvo opciones para confrontar las verdades a medias o mentiras completas del sistema priista con ensayos, biografías y crónicas que se encargaron de acabar con muchos mitos.
Si los regímenes priistas abusaron de la historia de 1929 al 2000, los tres primeros presidentes de la alternancia la desdeñaron y le hicieron el feo. Fox pudo rescatar la figura de Madero y hacerla su bandera porque llegó al poder a través del voto, pero ni a él ni a su partido les pareció importante; el Bicentenario para Calderón representaba la oportunidad de oro, no solo para la conmemoración histórica, era el momento oportuno para convocar a todas las fuerzas políticas a refundar el país en medio de la polarización, pero todo se redujo a una banderita y un libro que recibieron las familias mexicanas y a la estela de luz que se convirtió en símbolo de la corrupción. Y Peña Nieto, que volvió henchido de orgullo hablando del nuevo PRI, ni siquiera se molestó en ir a la papelería a comprar su monografía de la revolución mexicana que siempre había sido el ariete histórico-ideológico de los priístas.
Los tres presidentes y sus partidos se durmieron en sus laureles y López Obrador no sólo les arrebató sus iconos históricos, sino la historia de México completa y en sus narices.
Lo paradójico es que el nuevo presidente se quedó hasta con Madero, lo cual no deja de asombar si se considera que Francisco Ignacio Madero nunca fue un personaje que enarbolara la izquierda porque había sido hacendado, burgués, terrateniente y fifí; porque la democracia no es una causa social y porque su revolución fue estrictamente política, razones todas que le impidieron ganarse un lugar en una izquierda que siempre ha tenido como sus santos laicos a los abanderados de las causas populares como Villa, Zapata o Cárdenas.
Pero López Obrador rescató a Madero desde 2005; fue su bandera histórica contra el desafuero, porque Madero también había sido perseguido y encarcelado y por entonces le vino como anillo al dedo, y ahora en 2018 lo incluyó en el combo histórico porque venía incluido en la tercera transformación o sea, la revolución mexicana.
La historia asociada a un régimen había permanecido en la congeladora durante 18 años. López Obrador desempolvó sus viejos libros de historia y los colocó en su escritorio del despacho presidencial, eso sí, con interpretaciones más cercanas a la vieja historia oficial —maniquea, polarizadora y llena de prejuicios— que a una nueva historiografía. La cuarta transformación viene con su propia verdad histórica incluida y la historia a partir de ahora se escribe con h mayúscula.