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Los frívolos

Los frívolos

Columnas jueves 26 de junio de 2025 -

Esta época se caracteriza, normalmente, por cosas bastante chafas. Una de ellas es la liberalidad con la que se utilizan ciertos términos, porque terminan confundiendo las cosas y además trivializan el verdadero significado de una palabra o de un concepto. Las imprecisiones y las licencias lingüísticas siempre han existido, pero me parece que no a esta escala, por las redes sociales, y etcétera. Ajá. Por si fuera poco, el efectismo que pretenden lograr entra rápidamente en una lógica de rendimientos decrecientes. Es un consenso casi universal (al menos en público) que la democracia es más deseable que el autoritarismo, y que una y otro tienen dimensiones, grados, estadios y manifestaciones diversas; pero el totalitarismo y el fascismo son excesos autoritarios que han tenido un rostro histórico claramente identificable, con innumerables efectos traumáticos para la humanidad y un costo altísimo de vidas humanas. Por eso, cuando algún idiota tilda de “fascista” cualquier ley o medida que le obliga a manejar su carro más despacio, o que no puede orinar en la vía pública cuando sale de un bar, está escupiéndole a las verdaderas víctimas del fascismo y descafeinando la lección histórica que sus aberraciones deberían habernos dejado.

En el mismo sentido, a partir de los años noventa, quizás por la relativa estabilidad geopolítica que sucedió a la caída del muro de Berlín y al propio resabio de la “guerra fría”, como eco histórico de una posibilidad de aniquilación global que no ocurrió, el estado bélico por excelencia se extrapoló a la lógica de seguridad interna (la guerra contra el terrorismo), a la del mercado (guerra comercial) y a cualquier otro donde hubiese dos partes y un conflicto. En los tiempos geopolíticos que se gestan desde hace años, con la pretensión de anexión territorial Rusa sobre Ucrania, y cuya muestra más reciente es la guerra entre Israel e Irán, el mundo está recordando que no cualquier conflicto es bélico, y que no cualquier adversario es enemigo (como enseña Carl Schmitt, cuyas filias políticas no compartimos, por si hace falta aclararlo).

La guerra tradicional, en su sentido puro y duro, tenía como finalidad la obtención de objetivos de naturaleza política claramente identificables (el cambio de un régimen, la anexión de un territorio, el reconocimiento de existencia de un Estado o de la supremacía de un poder sobre un Estado o una ruta geográfica). Y su herramienta para lograrlo, sea que se libre con ejércitos convencionales o con herramientas de guerra asimétrica, es la aniquilación del enemigo. Idealmente, esta última se concentra en objetivos militares, materiales y humanos, porque (se supone), las víctimas civiles deben ser evitadas. A lo largo del tiempo, la guerra ha borrado esta distinción, para llegar a lo que se ha calificado como guerra total (donde se pretende aniquilar a toda una civilización, una raza, una cultura). Ahí estamos hoy, en la fase donde los grupos beligerantes emprenden guerras totales, no tradicionales.

Este rudimentario marco de referencia sirve para situar en él las decisiones que los jefes de estado, desde Putin hasta Donald Trump, están tomando al provocar, prolongar o intervenir en un conflicto bélico. El presidente de los Estados Unidos, en particular, piensa como si todo fuera una extensión de la esfera empresarial capitalista donde él ha hecho y perdido su fortuna en múltiples ocasiones, y ha logrado aplastar a sus contrincantes sin sufrir ninguna consecuencia de sus actos. No es así. Su primer periodo se cuidó de no desplegar nuevas tropas estadounidenses en el mundo, y no es un secreto que él prefiere la hostilidad y la bravuconería unilateral, y siempre que no llegue a los golpes. En esta ocasión, él ha decidido intervenir activamente en un conflicto donde las partes no tienen objetivos transaccionales ni comerciales, y tienen una cosmovisión que trasciende la vida política de cualquier gobernante democrático, y donde el paso del tiempo no hace más que aumentar el resentimiento. Está aprendiendo, a pasos agigantados, que el mundo no es una empresa, y que el odio no es un negocio. Es imposible saber con certeza lo que viene, pero será un resultante de lo que se debía y no se debía haber hecho. Como siempre.


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/CR

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