El 2020 ya está aquí y, por lo menos en términos del país, pinta para ser un año bronco.
Después de un desastroso 2019 en términos de crecimiento económico y empleos formales, el 2020 debería ser un nuevo capítulo para la economía con un Gobierno ya curtido con los errores del primer año. Desafortunadamente, con la 4T esos “deberían” han perdido toda razón de ser y ahora cualquier cosa es posible.
Dentro de lo previsible, no se esperan rectificaciones en el diseño de programas sociales para transparentarlos o garantizar que lleguen a la población que realmente los necesita; menos factible aún, que haya algún golpe de timón en temas de mayor calado como el nuevo aeropuerto o la anacrónica política energética que nos regresa a los hidrocarburos contaminantes y nos aleja de las energías limpias.
Quizá donde hay mayor oportunidad de cambio es en infraestructura. La 4T inició con el pie izquierdo no pudiendo iniciar sus proyectos emblemáticos (refinería, aeropuerto, tren, etc.) por falta de proyectos ejecutivos y porque a nadie se le ocurrió tramitar oportunamente los permisos para iniciarlos; asimismo, han visto caer al sector de la construcción mes tras mes (para octubre 2019, se ubicó 11% por debajo del nivel del mismo mes de 2018) sin haber podido hacer nada por evitarlo. En este sentido, los acuerdos con las cúpulas empresariales nacionales y la necesidad política de que los proyectos de la 4T den señales de vida, parecen haber sido la fórmula para desatorar el gasto en infraestructura lo que, dados sus efectos multiplicadores y su impacto en el empleo, puede ser un muy necesario empujoncito al dinamismo económico y el empleo formal.
Desafortunadamente los nubarrones siguen del lado de la industria pues la crisis de confianza, generada a raíz de la cancelación del NAIM y reforzada durante todo 2018, no cede y se refleja en la Inversión Fija Bruta que ha caído en cinco de los últimos seis trimestres (al 3er. trimestre de 2019 está -6.4% por debajo del mismo trimestre de 2018).
Por si fuera poco, la “ratificación” del T-MEC (sigue el proceso en Estados Unidos) que debió ser el gran logro de la 4T en materia económica (irónicamente, heredado del proyecto de país del otrora innombrable Carlos Salinas de Gortari), terminó totalmente desdibujada después de que el jefe negociador mexicano, el subsecretario Jesús Seade, no pudo explicar de manera oportuna la supervisión norteamericana a las condiciones laborales y medioambientales en nuestro país y, de manera inexplicable, desde el propio Gobierno empezaron a darse por “chamaqueados” desvirtuando su mejor logro. Y esto en un entorno donde se prevé un menor crecimiento de la economía estadunidense, lo que perjudica a las exportaciones mexicanas que, hasta el momento, habían sido las responsables de que el PIB no registrara mayores caídas en 2019.
Más allá de lo económico, la crisis de inseguridad dejó en 2019 alrededor de 36 mil homicidios (la cifra más alta en la historia) y ya afecta la relación con los norteamericanos. Después de la masacre de la familia LeBaron, en Estados Unidos cobró fuerza la idea de considerar como terroristas a los cárteles mexicanos y así realizar operativos en territorio mexicano.
Dado el reciente asilamiento internacional mexicano y el pobre apoyo recibido de los países afines a la 4T, como Cuba o Venezuela, el presidente Trump aprovechó la coyuntura para imponer sus intereses regionales en nuestro país ante la indiferencia del grueso de los países latinoamericanos. Es tal el grado de erosión de los apoyos reales a nuestro país en Latinoamérica que, incluso ante el enredo diplomático con el gobierno provisional de un país pequeño como es Bolivia, México ha sido incapaz de hacer valer su historia, tamaño o el peso de sus relaciones comerciales.
Para efectos prácticos, México inicia el año caminando pobre y solo en el continente.