Columnas
Una de las cosas más reveladoras que recuerdo en Los Orígenes del Totalitarismo de Hannah Arendt, es en su libro tercero, cuando nos advierte de un pequeño gran detalle que podría parecer coincidencia, pero no lo es: los eminentes miembros fundadores del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán (NAZI), eran artistas cultivados en un cosmos donde las vanguardias –que en sí mismas representaron una ruptura con el orden legalista burgués-, eran el pan de cada día en la educación de las élites ilustradas, que pronto encabezarían un movimiento reivindicatorio con propuestas político -sociales tan arriesgadas, a la manera de un verso de Artur Rimbaud, pero con esa tendencia única, sorprendente, tan violatoria de todo lo que se considerara “cotidianidad” o “sentido común”, apreciando su estridencia y transgresión. Un pintor como Adolf Hitler, amante de la estética, lector insaciable de Nietzsche –y de las malformaciones de Elizabeth, hermana envilecedora de la obra del filólogo- y de la música de Wagner, hizo de la zaga del Nibelungo, el prodigio idílico que él, el Führer, encabezaría.
Los artistas modernos, insaciables en su lucha contra los valores heredados, comprometidos con causas fabulosas como sus sueños planteados en sus versos o pinturas. Maestros de las artes que en un desfile militar imaginaban la cabalgata de las Walkirias, y se soñaban reconstructores de un paraíso perdido por un Persifal a la búsqueda del santo grial, musicalizando sus expolios y quemando el mundo que Albert Speer reconstruiría con el rostro de una Germania neoclásica, con líneas Decó, luciendo portentosas y brillantes, como la iluminación de una puesta cinematográfica de Leni Riefenstahl. Eran artistas que tornaron su narración en una sorprendente puesta de inmoralidad y violencia.
La fantasía desbordada fue capaz de construir Auschwitz, y antes del exterminio, musicalizar con valses sus selecciones asesinas. Las páginas que redactaron, tendrían como tinta la sangre de millones de personas sacrificadas en nombre de las más sorprendentes supercherías: la raza, el credo, la nacionalidad, etc. Los movimientos totalitarios no serían lo que fueron, sin su loca dosis de estética magnificada por la propaganda.
Es curioso que, teniendo semejantes experiencias, las sorprendentes estridencias de artista enajenado, continúen a la manera de lo que hace Paco Ignacio Taibo II en su México "ensoñado". Un distinguido trasterrado, cuya familia emigró a México víctima del totalitarismo de la España franquista, donde se fusilaba a gente por no ser patriotas. No puede ser que ese sujeto clame por fusilamientos masivos. Taibo II, es un escritor, de fantasía desbordada, que seguramente se siente un personaje de Gogol en pleno exterminio bolchevique, pero ante su realidad, debería ser de los primeros en cerrar su boca y recordar sus orígenes.