Columnas
El asesinato de María del Carmen Morales y de su hijo Jaime Daniel Ramírez Morales constituye un golpe brutal contra los derechos humanos en Jalisco, entidad que desde hace años arrastra una crisis de desapariciones forzadas sin respuesta institucional eficaz. El crimen ocurrió la noche del 23 de abril en Tlajomulco de Zúñiga y representa mucho más que un acto violento: encarna el desprecio absoluto por la vida de quienes exigen justicia.
María del Carmen, madre buscadora e integrante del colectivo Guerreros Buscadores, localizaba a su hijo Ernesto Julián Ramírez Morales, desaparecido el 24 de febrero de 2024. Su compromiso personal y su valentía le arrebataron la vida. En este país, buscar a un hijo desaparecido se ha convertido en un acto que desafía al crimen organizado, pero también a la indiferencia del Estado.
La Oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ONU-DH) condenó el atentado y pidió a las autoridades investigar el asesinato contemplando todas las hipótesis posibles, incluida la labor de defensa de derechos humanos. El mensaje no sólo fue un gesto diplomático, sino una alarma internacional sobre la vulnerabilidad en que viven quienes buscan a sus familiares desaparecidos.
La respuesta del gobierno de Jalisco, de Pablo Lemus Navarro, si bien formalmente correcta, no ha logrado revertir la percepción de una administración rebasada, omisa o cómplice frente al fenómeno de las desapariciones. La condena pública no basta cuando la impunidad reina en los expedientes judiciales y las familias son obligadas a escarbar la tierra con sus propias manos.
“Guerreros Buscadores”, el colectivo al que pertenecía María del Carmen, fue quien denunció públicamente lo ocurrido en el “Rancho Izaguirre”, en el municipio de Teuchitlán, donde el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) operaba un centro clandestino de reclutamiento, tortura, asesinato y cremación. La Fiscalía General de la República (FGR) ha detenido a 15 personas por este caso, pero los vacíos institucionales persisten.
No se puede hablar de garantías jurídicas cuando las propias madres buscadoras viven en clandestinidad, acosadas por grupos criminales y marginadas por las instituciones. Su única arma es el valor, y su único respaldo, la organización colectiva. La muerte de María del Carmen debe ser reconocida como un crimen que buscó silenciar una denuncia legítima, no como un hecho aislado.
El fenómeno no es nuevo. Desde hace al menos una década, Jalisco acumula el mayor número de personas desaparecidas en el país. A ello se suma una presunta red de fosas clandestinas que se expande sin control y sin justicia. En este contexto, el trabajo de los colectivos ha sido más eficaz que el de las autoridades.
La ausencia de una política integral de búsqueda, protección y justicia coloca a las familias en una posición de riesgo constante. El gobierno estatal no puede seguir operando bajo el esquema de simulación y omisión. La violencia institucional se expresa también en la negligencia y en la falta de garantías para quienes buscan sin descanso.
La impunidad no sólo protege a los asesinos. También envía un mensaje claro a la sociedad: exigir justicia puede costar la vida. Esta normalización del terror, amplificada por la falta de resultados, ha generado un vacío de legitimidad en las instituciones encargadas de procurar justicia.
La muerte de María del Carmen revela otro aspecto esencial: la colusión entre el crimen organizado y estructuras estatales. El acceso a información sensible por parte de grupos criminales, la inacción judicial y las filtraciones señalan una corrupción estructural que impide avanzar en cualquier tipo de estrategia de seguridad.
Jalisco necesita más que condenas públicas. Requiere justicia real, protección efectiva y una transformación profunda en sus políticas de seguridad. Mientras eso no ocurra, cada crimen cometido contra una madre buscadora será también un crimen contra la sociedad entera. ¡Ay, Jalisco, no te rajes!
*Periodista | @JoseVictor_Rdz
Premio Nacional de Derechos Humanos 2017