Columnas
El México del siglo XIX, fue un amasijo recóndito de contradicciones. Un pleito identitario entre la gloria novohispana y las aspiraciones reivindicativas de un liberalismo en boga, heredero de la ilustración, que pretendía realizarse a costa de lo que consideraban “anacronismos coloniales”.
El liberalismo mexicano, influido por el norteño vecino al que idealizaron al grado de aspirar a deshacernos de cualquier gramo de herencia local: la religión, el regionalismo, la herencia indígena (...), con esta última la contradicción era mucho peor, pues no sólo indígenas, sino además católicos y defensores del viejo orden no limitado al criollo, sino al de sus propias etnias dotadas de privilegios como al clero o el ejército. Siempre los juzgaron bajo sus propias leyes.
Es curioso que cuando se hable contemporáneamente de “conservadores”, tal parece que el principio solamente aplica a las élites criollas, excluyendo a las naciones indígenas protegidas por sus propias leyes, promulgadas a su favor por Carlos V, y que incluso, hasta la revolución mexicana, Zapata defendía la tierra de su pueblo bajo los títulos de propiedad concedidos por Su Majestad Católica.
Los indígenas se lanzaron en masa durante la Guerra de los Tres Años o de Reforma (1857-1861), pues la Constitución auspiciada por el liberalismo de 1857, donde el siempre impoluto Juárez, expropió sus tierras -normalmente comunales-, para fragmentarse en parcelas abandonadas a la individual suerte de sus propietarios.
La semilla revolucionaria de 1910, se gestaba desde la Reforma de 1857. El porfiriato no sería sino un riguroso aplicador de la legislación de una generación, la liberal decimonónica, con la que el actual gobierno mexicano se proclama felizmente como su heredero.
Los liberales mexicanos, que enfrentarían a Francia, al tiempo que dejaron un país hecho jirones durante la Reforma, viven bajo el solio protector de una narrativa redentora que ha hecho de la historia un conflicto maniqueo de buenos contra malos (liberales contra conservadores).
El que sería líder del partido liberal tras la salida de Comonfort, sería el Presidente Juárez que no llegó por voto popular al poder, sino porque como titular de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la Constitución así lo ordenaba, su mérito subyace no sólamente en su dignísimo origen indigena -al que más bien contradecía-, sino el haber llevado el respeto a la ley hasta sus últimas consecuencias, en un país donde cada quién apela a sus particulares intereses para hacer lo que les plazca, no importando si la traición es el medio, como varios sujetos que cerdamente cambian de partido según les llegan al precio, siendo conservadores o liberales de contentillo, enfrentándose entre sí, y donde la mezquindad de traidores, es lo único que de común tienen. Juárez, a diferencia de esos, tuvo dos virtudes: integridad y lealtad constitucional.