Octavio Campos Ortiz
El Ágora
No es nada novedoso el permanente conflicto en las cárceles mexicanas y el debate sobre una verdadera reinserción social o si los penales son escuelas del crimen. Los centros de reclusión tienen la misma problemática: sobrepoblación, corrupción, tráfico de drogas, trata de personas, motines, riñas entre bandas por el control de la prisión, autogobiernos o en el mejor de los casos cogobiernos.
A los directivos y personal de custodia les aplican la máxima de plata o plomo. Los corrompen para ganar canonjías o introducir droga, y los que se resisten al cohecho son asesinados, en la mayoría de los casos, a las afueras del reclusorio o cerca de sus casas.
Recientemente conocimos de casos trágicos como el del niño Tadeo, quien fue exhumado clandestinamente de un panteón de Iztapalapa e introducido ilegalmente al penal de San Miguel en Puebla, donde permaneció todo un día antes de ser arrojado a un depósito de basura. Hasta el momento se desconoce el móvil de este caso, pero exhibió la corrupción de los custodios y la omisión o complicidad de los directivos de la cárcel. En Tehuacán apareció muerto un interno en su celda, la cual compartía con otros tres reos, nadie se percató del asesinato; por cierto, el occiso compurgaba una sentencia de 46 años por homicidio y ya llevaba más de treinta en prisión.
En Coahuila se han amotinado los presos para que se esclarezca la muerte de varios reclusos. En la cárcel de Colima se descubrió un arsenal, droga, celdas convertidas en verdaderas suites con salas, televisores y equipo de sonido. En la penitenciaría del Bordo, en Nezahualcóyotl, familiares de internos denunciaron torturas y extorsiones de parte de uno de los propios sentenciados, quien pide a los presos entre quinientos y tres mil pesos para no molestarlos y si se niegan, los golpean e incluso ha habido muertos dentro y fuera del penal. En Nuevo León y Guerrero también se han escenificado riñas y amotinamientos. Uno de los detonantes de la violencia y corrupción en las cárceles es la mezcla de presos del fuero común con reos federales, generalmente narcotraficantes o miembros de bandas rivales del crimen organizado.
Sin embargo, las autoridades se han negado a recluir a los delincuentes del orden federal en los CEFERESOS; peor aún, con el brete de que hubo corrupción en la construcción de los penales, los han cerrado o retirado la concesión a particulares. No se ha comprobado ningún caso; sin embargo, sí se ha reubicado a los presos federales y continúa la convivencia con presos de distinto fuero.
Difícilmente se podrá erradicar la corrupción y otros ilícitos que esta procrea, porque el delito es consustancial al ser humano, pero sí se puede redefinir el concepto de readaptación social. En primer lugar, habrá que evitar el uso indiscriminado de la prisión preventiva oficiosa, la cual -dice la Corte-, no debe exceder los dos años y es mucho; tampoco debe haber miles de presos que llevan años sin recibir sentencia. Hay que alentar la amigable componenda para que los responsables de delitos menores puedan reparar el daño y recibir el perdón. Ello está previsto en la norma, pero es letra muerta. Paralelamente se deben mejorar las técnicas de investigación ministerial para evitar la fabricación de culpables y capacitar a los jueces en juicios orales ágiles y expeditos. Asimismo, separar a los presos por delito y evitar que delincuentes menores estén con células del crimen organizado. Nunca más debiera haber cárceles como “El Pueblito” en Baja California o reos de excepción, por lo que urge la despresurización de los penales y que se queden internos solo los de alta peligrosidad. Los criminalistas saben que para el verdadero delincuente no existe la reinserción social.