El derecho a defender la democracia existe. Se desprende del modelo completo de gestión de la contienda electoral y sus resultados, del ciclo entero de rendición de cuentas y del establecimiento de la integridad pública como principio rector del ejercicio de gobierno.
Se infiere también de nuestro circuito de promoción y defensa de los derechos humanos y de nuestras legítimas aspiraciones a vivir en un ambiente libre de corrupción, de violencia y de desigualdad pero con libertades y paridad en dignidad. Se desprende, entonces, de la legítima exigencia social a la gobernabilidad democrática y a la buena administración pública.
Así, si tenemos la prerrogativa y el deber de acudir a los comicios y a los ejercicios de participación directa, claramente tenemos el derecho a defender ese método democrático y los modelos normativos e institucionales que lo sostienen, pues nos permite imaginar y desarrollar nuestros proyectos vitales en lo individual y el de nación en lo colectivo.
No es una especulación más de filosofía política y/o jurídica. Es también la conclusión natural de la concepción de nuestro régimen democrático como un sistema de vida, articulado en una compleja división y cooperación de poderes, pesos y contrapesos, que le dan sentido a la paz social y el bien común como fines últimos del derecho y del poder público.
Aunque con otro enfoque y por otro camino, la Suprema Corte de Justicia de la Nación arribó a conclusiones similares, cuando en noviembre pasado aprobó dos tesis de jurisprudencia relevantes en esta materia (Registros Digitales 2023811 y 2023812).
En ambas reconoció expresamente el derecho a defender la democracia que, dijo, constituye una concretización del derecho a participar en los asuntos públicos del estado y comprende el ejercicio conjunto del derecho a la libertad de expresión y de los derechos político-electorales (que no son pocos). Para garantizarlo, advirtió, el Estado debe emitir normativas y desplegar prácticas adecuadas que posibiliten el acceso ciudadano real y efectivo a los espacios deliberativos en términos igualitarios; y debe atender la situación de vulnerabilidad y discriminación en que se encuentran las y los integrantes de ciertos grupos sociales.
Esto es así, dicen las tesis, porque, “particularmente en situaciones de ruptura institucional,” la relación entre la libertad de expresión y los derechos políticos electorales resulta manifiesta, pues se ejercen para protestar contra la actuación contraria al orden constitucional de los poderes estatales, “y para reclamar el retorno de la democracia.”
Determinaron también que para hacer efectivo este nuevo derecho, el estado debe ser transparente en el ejercicio de sus atribuciones para que la sociedad pueda hacer efectivo su derecho a expresar y publicar libremente ideas y hechos, en el ánimo de consolidarse como ciudadanía activa, crítica, comprometida con los asuntos públicos, atenta al comportamiento y a las decisiones de los gobernantes; sea capaz de cumplir la función que le corresponde en un régimen democrático y de tomar decisiones políticas y sociales informadas. Le cuento más el jueves.
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