Cuando se levantó el Norte, encabezado por los gobiernos de los estados de Coahuila y Sonora, literalmente se alzaron los gobiernos completos para validar la constitución, en eso días, mancillada por el tirano en turno Victoriano Huerta, llegado al poder por un golpe de estado. La brillantez del movimiento encabezado por V. Carranza, no quedó en desconocer al usurpador, sino en validar a una legalidad que no podía rebajarse al papel de venganza, cuando lo que importaba era la justicia. El que los gobiernos completos respetaran la legalidad, permitió mantener un orden en las demarcaciones, fundamental, por ejemplo, para mantener las inversiones extranjeras en los estados, y utilizar los recursos no para defender regionalismos arcaicos, sino para construir una fuerza militar nacional perfectamente organizada.
El ejército constitucionalista, en cuya génesis se encuentra la formación de nuestras fuerzas armadas, tenía una composición excepcional que se demostraría en batalla: bien organizado, debía buena parte de su orden a la dotación de buen equipo, y a las pagas perfectamente organizadas de los miembros que desalojarían al tirano de Palacio, y construirían, con sus defectos y virtudes, el sistema político mexicano.
Defender nuestras leyes, implica someterse a ellas y a su defensa, y no en su nombre, contradictoriamente, desacatarlas. El desacato jamás ha sido virtud, y lo único que provoca en una federación como la nuestra, es el precedente para futuros atentados que pongan en riesgo la integridad nacional. Cuando los gobernadores desacataban los principios del pacto federal y la contribución al erario, lo único que provocaron fue un caos e ingobernabilidad cuyo mayor logro fue la invasión yanke de 1848, donde hubo gobernadores —unos muy famosos, por cierto—, que no contribuyeron a la causa nacional por motivos estrictamente ideológicos, causando las pérdidas que ya sabemos.
Nuestra federación, construida modernamente después de una revolución, y en donde los gobernadores jugaron un papel heroico y responsable, no puede permitirse un desacato con fatales consecuencias, enalteciendo peligrosos regionalismos. Nuestro país padece una doble crisis: una pandemia, y un gobierno tan ineficaz como vengativo. Es perfectamente comprensible que, debido a las mentiras presidenciales, se dañe la confianza en la institucionalidad, y que varios gobernadores pretendan desobedecer los principios constitucionales al no contribuir a la hacienda por miedo a lo que puede ocurrir.
Precisamente el sistema constitucional vigente, prevé recursos formales para enfrentar posibles controversias. La exigencia de recursos debe hacerse no a través del desacato, sino gracias a nuestra institucionalidad que requiere apoyo; que requiere el fortalecimiento de nuestros estados soberanos; que requiere ser protegido, y no embarrado de demagogia como lo ha hecho la actual administración. Como los constitucionalistas, a los que debemos nuestro estado, defiendan las leyes, respeten y fortalezcan las instituciones, las crisis los requerirá más que nunca otra vez.