Columnas
En 2011, la UNESCO otorgó al Mariachi el reconocimiento como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, reafirmando así su valor universal y su profunda trascendencia histórica. Este logro, que debería ser motivo de orgullo nacional y de acciones concretas para su preservación, contrasta de forma alarmante con la actitud que muchas veces prevalece en México: la indiferencia y el olvido.
Mientras en otros países el Mariachi es motivo de admiración, respeto y estudio —donde se honra su riqueza musical y se promueve su enseñanza formal—, en México, con demasiada frecuencia, se le relega a un segundo plano. Se le mira como un elemento folklórico más, como un accesorio de celebraciones populares, sin dimensionar la profundidad de su arte ni la complejidad de su historia. Este trato, a todas luces injusto, es una forma silenciosa de ir desgastando uno de nuestros más grandes legados culturales.
El Mariachi no es un simple acompañamiento de festejos; es una manifestación artística que ha sido capaz de trascender generaciones, fronteras y contextos. Cada traje de charro, cada acorde de violín, cada verso entonado, encierra siglos de tradición, de resistencia y de pasión por nuestras raíces. Es una voz viva de México, y merece ser tratado como tal.
Resulta paradójico que en muchas ciudades del mundo existan academias, festivales internacionales y programas de estudio dedicados exclusivamente al Mariachi, mientras en su país de origen el apoyo institucional, el reconocimiento social y la promoción cultural aún son insuficientes.
México tiene una deuda histórica con el Mariachi. Una deuda que no puede seguir postergándose. Porque lo que no se respeta, se pierde. Y perder al Mariachi sería renunciar a una parte irremplazable de nosotros mismos.
Esta es apenas la primera parte de una reflexión necesaria, de un llamado urgente a la conciencia colectiva. El Mariachi no solo nos representa: nos define.